La fuerza imparable y el objeto inamovible (parte 3)

“Ni siquiera los adultos del hip hop chileno, que es el antecedente musical directo de la música urbana, han manejado bien su irrupción”.

La fuerza imparable de lo urbano se deja sentir en todo Chile. Alarmados por el contenido que sus hijos consumen, muchos padres han hecho sentir su preocupación e incluso un grupo de políticos de derecha hambrientos por atención quiso sacar partido proponiendo una ley anti música urbana. Su idea consistía en vetar su reproducción en todas las escuelas ignorando un hecho de la causa: que para niños y adolescentes lo prohibido tiende a despertar mucha más fascinación.

El mundo adulto, a través de todos los aparatos mediante los cuales genera opinión, busca relacionar a los cantantes urbanos con la delincuencia, repitiendo los mismos argumentos falaces que ya usaron hace años para criminalizar al hip hop durante su auge. Los opinólogos con tribuna hablan como si Chile hubiese sido realmente una copia feliz antes del boom urbano. Como si antes de El Jordan 23 los robos, el narcotráfico y la violencia jamás hubiesen existido. Como si el materialismo y el individualismo fuesen un subproducto de la música urbana local y no al revés.

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Es la vieja confiable de los que no quieren asumir su responsabilidad: echémosle la culpa a los cantantes mientras nos hacemos los tontos respecto a lo que hicimos mal. Mientras tanto, los cantantes urbanos siguen ganando terreno, al punto de que los más famosos han desembarcado en los mismos medios de comunicación que antes solo los mencionaban en noticias policiales, como le pasó a varios artistas urbanos que fueron asociados a hechos delictivos.

Lo lamentable es que los medios chilenos, especialmente la TV, al seguir anclados en paradigmas obsoletos (y castigados por la audiencia con un creciente desinterés), no saben abordar a los artistas urbanos que en este momento protagonizan un fenómeno cultural que merece la pena horas de conversación y análisis. En vez de destacar que estos jóvenes hacen historia casi a diario rompiendo todo tipo de marcas, solo les hablan dos idiomas: el lastimero y el superficial.

El primero es el clásico tratamiento “periodístico” lacrimoso y barato que busca explotar el morbo que provoca su pasado marginal, reduciendo a los artistas a ser una historia de inspiración más entre decenas que comparten las mismas características, de las cuales este tipo de cobertura hace difícil escapar. El segundo, en tanto, consiste en transformar a estos artistas en sonrientes personajillos del mundo del entretenimiento y la farándula que deben agradar 24/7.

Ni siquiera los adultos del hip hop chileno, que es el antecedente musical directo de la música urbana, han manejado bien su irrupción. Las principales voces del rap chileno siempre se pronunciaron en bloque contra el sonido urbano, sus mensajes y lo que connota socialmente. Acá incluso se hace la salvedad de distinguir a un trapero de un rapero, no como en Estados Unidos, la cuna del movimiento, donde todos son “rappers” y punto.

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Desde luego, en el resto del mundo cultural también reina la incomprensión. Ni hablar de lo que pasa en el frente institucional, donde la oposición llega a ser caricaturesca y la ignorancia alcanza lo supino. Para graficarlo, voy a desclasificar un archivo reciente de mi anecdotario personal. La historia ocurre en el Parque Cultural de Valparaíso, una ex cárcel de la ciudad porteña transformada en un espacio de primer nivel para el desarrollo de actividades artísticas.

Conviene destacar que el manifiesto de este recinto dice lo siguiente: “El Parque Cultural de Valparaíso quiere conectar con las nuevas ciudadanías, en busca de las transformaciones que la sociedad hoy en día demanda por medio de profundos retos culturales”. Esperanzados con esas bellas palabra y con la invitación que Microtráfico recibió de parte de un funcionario del lugar, fuimos con mi socio, Kastro, a reunirnos con el director del PCVD, Mario Ahumada.

Mientras hojeaba casual y desganadamente las hojas con la propuesta escrita que enviamos semanas antes, y que sospechamos que no leyó previamente porque el funcionario que nos invitó se la imprimió cuando nosotros llegamos, el señor Ahumada escuchó apático detrás de su escritorio mientras nosotros resumíamos nuestra visión de este fenómeno como un hecho cultural relevante, subrayando la necesidad imperiosa de acercar generaciones y alentar a los artistas.

Nuestra idea era usar una de las salas que acumulan polvo en el PCVD, donde nunca hay mucha gente, para grabar nuestro podcast y así resolver la falta de espacio acustizado en nuestras viviendas. Como nos contaron que la demanda por ellas era casi nula y que por ende era factible acceder a la sala insonorizada por días enteros, lo vimos como una chance para invitar a las decenas de artistas porteños que conocemos y que viven el mismo drama acústico que nosotros.

Una vez que terminamos nuestra exposición, donde recalcamos que es tiempo de sacudirse el recelo de encima, Mario Ahumada nos dijo que para él “la música urbana no es música” y que él tenía “todos los prejuicios que se puedan tener” en contra del movimiento urbano chileno. Jamás había visto semejante despliegue de indiferencia ante el arte nacional. Para colmo, justo de parte de un sujeto en un puesto con poder para afectar el destino cultural de su ciudad.

El mal rato que pasamos en el PCDV es sintomático de lo que está ocurriendo en todo el país. Es una expresión más de la fuerza imparable y el objeto inamovible en que se ha convertido la energía pujante de la multitudinaria escena urbana y la resistencia cultural del mundo adulto. Las chispas que salen del roce entre ambos terminan alimentando la épica de un movimiento que, mientras siga encrispando los nervios de los viejos, estará más vivo que nunca.

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