Lucybell nunca fue la banda más popular del rock chileno. Tampoco la que llenaba estadios con el marketing de una gran maquinaria detrás.

Pero desde que comenzó su camino, a comienzos de los noventa, la agrupación liderada por Claudio Valenzuela se ganó un lugar propio: el de una banda que siempre apostó por la honestidad y por generar una conexión emocional con su público que sobrevivió a los vaivenes de la industria.

Esa misma esencia, definitivamente, fue la que se apoderó del Movistar Arena en la noche de su gran despedida.

Desde el primer acorde, el concierto se sintió como una declaración de principios, pues Lucybell no buscó la nostalgia vacía ni el ejercicio de autocomplacencia.

Lo que se desplegó sobre el escenario fue un homenaje a una historia compartida entre músicos y audiencia. Algo así como un ritual de comunión que solo las bandas con trayectoria y alma pueden lograr.

“Prepárense para una noche muy larga”, advirtieron con una sonrisa apenas sonaron las primeras canciones. Y sin duda que cumplieron con su promesa: más de treinta temas en un espectáculo que se extendió por poco más de tres horas, repasando toda su discografía.

Ante ese despliegue, el recinto estuvo completamente lleno. Desde la cancha hasta las gradas, no cabía un alma más. Y pese a las sillas instaladas en el sector inferior de la cancha, pocos las usaron en el primer tercio del show. La energía era, sencillamente, demasiado alta.

En todo hubo una mezcla de celebración y melancolía que recorrió constantemente el ambiente. Fue como una conciencia compartida de que cada canción se escuchaba por última vez en vivo. Y esa emocionalidad fue palpable.

Por eso el público respondió con una devoción que rozó un evento de memorial: coreando cada letra, levantando los brazos, gritando “¡Lucybell, Lucybell!” con la misma intensidad de los años dorados.

El trío de Valenzuela, Eduardo Caces y Cote Foncea ofreció, como respuesta, un sonido sólido y poderoso, cargado de guitarras estridentes, bajos profundos y percusiones que hicieron vibrar el recinto. Por momentos fueron todo un estruendo arrollador.

Lo suyo fue realmente un despliegue de energía que transmitía la sensación de estar frente a un último cartucho de dinamita: un estallido final de fuerza antes del silencio. Cada tema era ejecutado con una entrega visceral, como si la banda quisiera dejarlo todo en el escenario.

Por eso, entre canción y canción, las pausas fueron mínimas. Solo hubo algunos momentos de interacción para agradecer y compartir la emoción. “Gracias por estar aquí, en una noche especial”, dijeron por ejemplo.

Las palabras en general fueron sencillas, pero cargadas de sentimiento. Más que un discurso planificado, todo fue un reconocimiento mutuo entre quienes estuvieron desde el principio y los que se sumaron en el camino. En el ambiente se sintió la validación de un vínculo que no se rompió con el paso del tiempo ni con el fin de una gira.

El recorrido musical, como era de esperar, también fue extenso y generoso. Lucybell repasó todas sus etapas: los años de experimentación de Peces y Viajar; la madurez melódica de Amanece; los matices posteriores de discos como Comiendo fuego y Primitivo; y las búsquedas más recientes, donde el grupo abrazó nuevas sonoridades.

Cada fragmento de su discografía tuvo su espacio, y el público lo acompañó con una memoria casi perfecta. Hubo quienes gritaron, quienes grabaron cada instante con sus celulares y quienes, simplemente, se dejaron llevar por la música.

El show también tuvo momentos de pausa e introspección. En una parte central, la banda incorporó un cuarteto de cuerdas para revivir “De este amor no podrás huir”, en una versión que evocó su presentación en el Teatro Municipal.

El contraste entre la fuerza eléctrica y la delicadeza acústica fue uno de los puntos más altos del concierto, demostrando que la emocionalidad siempre fue el eje de Lucybell, más allá del formato.

“Esto es para evolucionar, nacer de nuevo. Esto es para ustedes, nosotros, todos”, expresaron en otro momento del show. La frase condensó el espíritu de la noche: el cierre no como un final trágico, sino como una transformación.

Y claro, Lucybell se despedía del escenario, pero no del público, ni de la historia del rock chileno que ayudaron a construir.

En todo ese despliegue, el espectáculo no estuvo exento de imperfecciones. Problemas de sonido durante “Juro al Sol” y una breve interrupción técnica para volver a interpretar una canción recordaron que Lucybell nunca dependió de la pulcritud para brillar. Su fuerza estaba en otro lado: en la conexión, en la emoción, en la entrega total.

Lo más importante es que esas pequeñas fallas no empañaron la experiencia. Al contrario, reforzaron el carácter humano del grupo, que decidió cerrar su historia como siempre la vivió: sin máscaras, sin artificios. Sonriendo mientras hablaban de los imprevistos propios de un show en vivo.

El tramo final fue una celebración desbordada. Tras un segmento acústico de tono íntimo, el escenario se transformó en una fiesta literal, con trompetas y vientos que dieron un aire carnavalesco al adiós.

El público entró en un estado de celebración total. Era el último respiro de una historia colectiva. Entre globos que flotaban en lo alto, luces cálidas y un coro de miles de voces, la despedida adquirió la forma de un agradecimiento mutuo.

“No nos queremos ir, pero nos tenemos que ir”, dijeron antes del cierre. Y en esa frase simple, casi improvisada, se resumió el espíritu de la noche. Nadie quería que terminara, pero todos sabían que debía hacerlo. Después de más de tres horas, Lucybell se despidió con un “Nos vamos con todo el cariño y el corazón lleno”. El Movistar Arena explotó en aplausos, gritos y su vocalista se fue entre lágrimas.

Solo resta remarcar que el legado de Lucybell no se mide solo en discos ni en cifras. Su verdadera huella está en esa comunidad emocional que se formó a su alrededor, en los recuerdos compartidos entre amigos, en las canciones que acompañaron amores, rupturas y silencios.

La banda se va, pero deja un archivo emocional vivo, una memoria sonora que seguirá resonando cada vez que alguien escuche Mataz, Carnaval, Milagro o Cuando respiro en tu boca, los hits más coreados y celebrados de este adiós.

Pero el último concierto de Lucybell no fue una despedida solemne, sino una celebración de vida. Un cierre que, más que poner punto final, abrió una puerta simbólica hacia la permanencia de su música en la memoria. Porque las bandas pueden desaparecer de los escenarios, pero las canciones, cuando tienen fondo y sentimiento, nunca mueren.

Y Lucybell, en su última gran noche, lo demostró con la misma pasión con la que comenzó hace más de treinta años: dejando todo, sin mirar atrás, y recordando por qué el rock sigue siendo, ante todo, un acto de entrega.