Por Paulo Quinteros“Quiero la puta polera”: Cómo Oasis superó todas las expectativas
El regreso de la banda británica desató una euforia histórica en el Estadio Nacional, donde miles de fanáticos vivieron una noche cargada de nostalgia, intensidad y un setlist que confirmó que lo imposible sí podía hacerse realidad.

Desde mucho antes de que Liam Gallagher entonara el primer verso y Noel Gallagher marcara el pulso de entrada con su guitarra, existía una certeza compartida entre quienes hicieron fila durante horas. También entre quienes hicieron todo lo posible por conseguir una entrada, aquellos que buscaron cualquier polera o los que simplemente no podían creer que aquello, lo imposible durante casi dos décadas, estaba a punto de ocurrir. Oasis estaba de vuelta.
No se trataba de un rumor ni de una ilusión pasajera: era la materialización de una expectativa histórica. Una que encontró su escenario natural en el Estadio Nacional repleto, en una noche que ya se sentía cargada de significado.
Y es que en esta ocasión, las expectativas no surgieron de manera espontánea, sino que se fueron acumulando desde el anuncio oficial del regreso, cuando las redes sociales estallaron y revivieron antiguas emociones.
La preventa agotada en minutos, el merchandising que inundó las redes y la devoción de miles de fanáticos terminaron de construir un clima de anticipación colectiva, muy cercana a la idea de un ritual.
En ese contexto, cuando una amiga me escribió por WhatsApp, justo antes de cumplirse la primera hora del concierto, un mensaje tan directo como simbólico —“¡Quiero la puta polera!”—, entendí que aquel deseo no era solo impulsivo: era la pieza final de un rompecabezas emocional que llevaba semanas formando.
Sus palabras representaban, en cancha, la confirmación de que la banda estaba cumpliendo lo prometido, de que su retorno no era solo histórico, sino rotundamente efectivo.

Claro que el mensaje en cuestión sobre la polera venía gestándose desde antes.
En el MUT, la tienda oficial, con los fanáticos agolpándose para encontrar cualquier prenda del regreso. Y. por supuesto, ella se negaba a unirse a esa fiesta del consumo.
Pero las colaboraciones, los diseños especiales, las filas infinitas en el MUT y, en paralelo, el mercado del célebre “chinito de Colo Colo” en Instagram, el de los diseños no oficiales de Snoopy o las ya icónicas poleras de los gatos peleando, por cierto que transformaron al vestuario en un símbolo de pertenencia.
A grandes rasgos, no se trataba de moda: era un modo de declarar que uno había esperado demasiado tiempo como para quedarse fuera del momento.

La previa en el Nacional reforzó aún más esa sensación. A medida que caía la tarde, las camisetas celestes, los polerones negros, los diseños retro y los logos noventeros comenzaron a multiplicarse como una señal inequívoca de identidad.
Un día antes, mi amiga me decía en broma que todos estaban “disfrazados” durante el show de drones. Sin embargo, ese discurso crítico se evaporó cuando la banda apareció en escena: lo que parecía impostado se volvió real y se convirtió en un manifiesto emocional compartido.
A partir de ahí, lo que ocurrió dentro del estadio trascendió cualquier simple descripción. Fue una fiesta, sí, pero también una catarsis colectiva.
Desde la cancha hasta las galerías, todos parecían estar unidos por la certeza de que estaban viviendo algo irrepetible. La ropa, las piezas Adidas, las poleras piratas: todo formaba parte de una misma procesión emocional, de un sueño improbable que por fin encontraba forma.

La mayoría, después de todo, había pensado que este día nunca llegaría. Durante años, las peleas, los insultos, las entrevistas ácidas y las tensiones entre los hermanos habían mantenido viva la idea de que una reunión era imposible.
Por eso su regreso provocó una reacción emocional contundente, una mezcla de nostalgia, desahogo e incredulidad. Esa energía se notaba desde el mediodía, cuando las filas ya se alargaban alrededor del estadio y la intuición colectiva indicaba que algo extraordinario estaba por ocurrir.
El paso del tiempo bajo el sol sofocante se volvió casi un rito de resistencia previo a la tormenta.
Y cuando esta llegó, lo hizo con fuerza. Las primeras seis canciones en el sector delantero de la “cancha A” fueron un torbellino incontrolable: empujones, saltos, presión, avalanchas y la emoción que supera cualquier límite físico y te hace olvidar el dolor por haber estado tantas horas de pie.

Desde “Hello” hasta “Supersonic”, pasando por un visceral “Cigarettes & Alcohol”, el setlist también parecía diseñado para activar la euforia en su estado más puro.
Y con el avance del concierto, una vez superada la locura inicial, la energía del público encontró un ritmo más estable sin perder intensidad.
Fue entonces cuando la presentación alcanzó su equilibrio más alto: las jugarretas de Liam, la sobriedad serena de Noel, la precisión de una banda afilada y una puesta visual impecable con tres pantallas gigantes que amplificaban cada gesto.
Todo se fundió en un espectáculo que no solo cumplió las expectativas: las sobrepasó por completo.

Y cuando parecía que ya no quedaba más espacio para la emoción, la banda volvió a empujar el límite. “Rock ’n’ Roll Star” desató un nuevo estallido del público, anticipando un encore que resultó sencillamente inolvidable.
La seguidilla de “The Masterplan”, “Don’t Look Back in Anger”, “Wonderwall” y “Champagne Supernova” representó una secuencia que parecía imposible de pedir en voz alta por lo perfecta que resultaba. Pero ahí estuvo. Y se cerró con fuegos artificiales, abrazos, lágrimas, gritos y teléfonos incapaces de registrar algo que, en realidad, solo tenía sentido vivir. Yo, al menos, decidí guardarlo en la memoria.
Al final, cuando las luces se encendieron y la multitud comenzó a dispersarse, quedó la certeza unánime de que el regreso valió cada minuto de espera.
Las horas afuera del estadio, el esfuerzo por quedar lo más cerca posible de la reja, todo adquirió sentido. Fue un concierto que se sintió más grande de lo que cualquiera imaginó y que, además, despertó un impulso casi infantil pero absolutamente legítimo: el deseo de llevarse una polera como recuerdo tangible de que, por una vez, lo imposible realmente ocurrió.

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