Su sangre brotó desde el primer corte y dio origen a una tradición que aún vive.
La fe siempre fue el refugio de los mineros del carbón, quienes se adentraban en la oscuridad de la tierra con la constante sombra del peligro acechándolos.
Los accidentes eran tan comunes como el aire cargado de polvo que respiraban y perder la vida era un riesgo cotidiano. No sorprende entonces que muchos de ellos entraran al socavón persignándose, recitando un Padre Nuestro, un Ave María y cargando consigo algún talismán.
El milagro del Pique Arenas Blancas
Sin embargo, en un rincón de Coronel ocurrió un evento que se convertiría en leyenda.
Todo comenzó cuando un grupo de mineros, encargados de despejar un sector para abrir un nuevo camino, se dispuso a cortar la vegetación que se interponía en su labor. Con machetes y hachas, fueron derribando árboles hasta encontrarse con un boldo imponente que se alzaba justo en medio del trazado.
Armados de determinación, uno de los mineros lanzó el primer golpe al tronco. La hoja del hacha apenas había penetrado la corteza cuando un hilo rojo, grueso y brillante, empezó a correr por el árbol.
Sangre.
Al principio, creyeron que era una ilusión provocada por el cansancio, pero al acercarse y tocarla con los dedos, la confirmación los dejó mudos.
Presos de un terror reverente, corrieron al pueblo para buscar al sacerdote y, al ver el fenómeno, ordenó que nadie más tocara el árbol, declarando que aquel boldo sería un guardián encomendado por fuerzas superiores para cuidar a los que arriesgaban su vida en las entrañas de la tierra.
Con el tiempo, el árbol se convirtió en un símbolo de fe y esperanza y los mineros lo cuidaban como si fuera un santuario.
Encendían velas a su alrededor, colocaban placas con nombres y rezaban al pie del tronco, pidiendo protección antes de bajar a la mina.

Más de 100 años de historia
La paz del boldo se quebró años después, cuando un ignorante de la historia y ajeno a las creencias locales, decidió que necesitaba leña. Confiado, pidió un hacha y se dirigió al árbol.
Apenas el filo hizo contacto, el espectáculo se repitió: sangre brotó una vez más del boldo, empapando el suelo. El hombre dejó caer el hacha, horrorizado, y huyó del lugar.
Con el declive de la industria minera y la migración de las familias obreras, el pique y su entorno cayeron en el abandono.
Las historias del árbol sangrante parecían destinadas a perderse, hasta que grupos dedicados a la preservación de la memoria local comenzaron a recuperar el espacio.
Hoy, el boldo de siete metros sigue en pie, rodeado de placas que relatan los favores concedidos y de velas que iluminan la memoria de los mineros.
En sus raíces, animitas decoradas con cascos y herramientas de trabajo recuerdan a quienes entregaron su vida en las entrañas de la tierra, manteniendo viva una tradición que mezcla lo espiritual, lo místico y lo humano.