Por Salvador Escobar¿En qué se parece un político en campaña a un artista pegado?
“Al final, ni los rostros de la maquinaria política ni los de la industria discográfica logran escaparse de la dictadura de los likes y las tendencias”.

La carrera presidencial me lo deja claro: un político en campaña no está tan lejos de un artista pegado. A grandes rasgos, los dos tienden a ser personas-mercancía en una búsqueda activa por ser “compradas”, y ambos se valen de la autopromo para competir por una cuota en el mercado de la atención.
Les digo personas-mercancía porque cumplen la función de un producto. Más que personas, son marcas personales que representan ideales y que funcionan bajo la lógica de cualquier otro producto en estos tiempos donde, nos guste o no, nuestra identidad digital se define en base a lo que consumimos.
Como nunca, lo que preferimos nos retrata. Si yo subo memes pro Artés y escucho a Akriila, ya puedes inferir de mí una serie de rasgos más allá de mi inclinación política y mi gusto musical. Lo mismo pasaría si te dijera que voto por Kast y que soy fan de Gino Mella. Ahí seguro que te imaginas a otro tipo de persona.
Para hacernos creer en ellos, tanto los políticos en campaña como los artistas pegados tocan la fibra de la aspiración personal. Con el debido respeto a las proporciones, los dos dicen que tu vida será mejor si compras lo que venden. Y para ser convincentes, ambos activan su carisma y actúan como performers.
Su meta es tener un relato vendible. El candidato que condensa su programa en un slogan pegajoso opera igual que el cantante que reduce su historia en un par de frases virales. La audiencia no está comprando planes de gobierno ni discos enteros: está comprando una sensación inmediata, una identificación rápida.
En un escenario digital que recompensa la autenticidad escenificada y las conexiones emocionales instantáneas, los políticos en campaña y los artistas pegados trabajan al filo (y muchas veces más allá) de la sobreexposición y la artificialidad. En ese aspecto, ambos responden al mismo dios: el algoritmo.
Al último debate presidencial, MEO llegó sin pudor a buscar momentos para clipear y transformar en reels, de la misma forma en que los cantantes hacen temas con fragmentos diseñados para TikTok. Hay que darle en el gusto al divino algoritmo, que premia lo rápido, la frase punzante, el momento más viralizable.
Dado que el trabajo con intermediarios es otro rasgo que comparten los políticos y los artistas, las decisiones sobre imagen suele pasar por el filtro de terceros. Ya sean asesores de campaña o managers, siempre hay alguien trabajando en amoldar sus personalidades para convertirlos en productos deseables.
Cuando la venta resulta exitosa, el efecto causado también se parece. Un acto de campaña ante miles de personas tiene varias características propias de un concierto (efervescencia, cánticos, gritos). Los dos son rituales de comunión que generan pertenencia emocional y, por lo mismo, forman comunidad.
Por cierto, tanto los políticos como los artistas requieren que sus seguidores más fieles se conviertan en trabajadores voluntarios. El militante que sale a pegar afiches o repartir volantes no dista mucho del fan que crea trends en redes o que llama a las radios para pedir que toquen el último single de su favorito.
A la larga, la cultura participativa deriva en activismo online al servicio de una campaña promocional, ya sea de un político o de un cantante. La militancia adopta prácticas de fandom, el fandom adopta formas organizacionales de la militancia. Esto difumina todavía más la frontera entre candidatos y artistas pegados.
Incluso la métrica que mide el éxito de un candidato o de un artista pegado es la misma: los números. Llámese intención de voto o menciones espontáneas, llámese reproducciones en Spotify o seguidores en Instagram. En una reproducción de la lógica del comercio, las personas-mercancía solo encuentran validación en las cifras.
Los políticos en campaña y los artistas pegados adaptan sus decisiones y su actuar a la palabra sagrada de los números. Todo lo que hacen está optimizado para seguir circulando y mantener contenta a la retroalimentación algorítmica. Así, enriquecer la deliberación democrática o la experiencia artística pasa a segundo plano.
Cuando empecé a imaginar esta columna, iba a ser mucho más liviana, pero es imposible no sentir preocupación por lo que está pasando. Es un problema brígido. Al final, ni los rostros de la maquinaria política ni los de la industria discográfica logran escaparse de la dictadura de los likes y las tendencias.
Quizás la gran ironía es que, al final, ni el político ni el artista pegado logran decidir por sí mismos: es el algoritmo el que reparte los aplausos y los abucheos. Pero mientras ellos se esfuerzan por ser virales, la vida real sigue pasando lejos de los reels, donde todavía hay algo que ningún mercado puede transar y ninguna métrica puede medir.
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