La cultura está en peligro
“José Antonio Kast es el presidente electo y la cultura no es parte central, ni tampoco secundaria, de su proyecto político”.
Chile entra a una nueva etapa con un dato incómodo: José Antonio Kast es el presidente electo y la cultura no es parte central, ni tampoco secundaria, de su proyecto político. No hay una visión sobre artes, creación, circulación cultural o trabajo artístico en su programa de gobierno. Hay menciones laterales, casi administrativas, pero no una idea de país contada desde la cultura. Ese vacío no es casual: es coherente con los referentes que Kast ha elegido mirar. Observemos sus ejemplos.
El Salvador de Bukele se vende como un caso exitoso de orden y control, pero eso se logró reduciendo al mínimo el espacio para la crítica. Periodistas perseguidos, medios debilitados, artistas que prefieren callar o irse. No se queman libros ni discos: hay miedo y autocensura porque discrepar se volvió sospechoso. En Chile, ese modelo implicaría una cultura tolerada solo mientras no cuestione. No prohibida, pero sí vigilada. No perseguida, pero sí marginada.
Trump en Estados Unidos castigó la billetera de los artistas. Fondos culturales recortados, apoyo condicionado, instituciones presionadas para alinearse con una visión conservadora. La cultura pasó a ser un campo de batalla simbólica, donde crear es legítimo solo si no incomoda a la base política del gobierno. En Chile, eso se traduce fácil: cuando la cultura no es prioridad, lo primero que se recorta es lo que no genera votos inmediatos. El daño no es ruidoso, es administrativo.
Italia bajo Meloni ofrece un tercer ejemplo: tomar el control de los espacios culturales sin cerrarlos. Cambios de autoridades, presiones editoriales, conflictos en la televisión pública, museos y programación. No se eliminan instituciones, se reescriben desde dentro. La cultura sigue existiendo, pero con un marco ideológico cada vez más estrecho. En Chile, bastaría con intervenir cargos clave, redefinir criterios de financiamiento y empujar una noción “correcta” de identidad nacional.
Milei en Argentina fue más brutal y más descarado: la cultura no le interesa. Recortes drásticos, desprecio abierto al cine, al arte, a la idea misma de política cultural. El mensaje fue directo: el Estado no está para sostener la creación, arréglense solos. Y cuando el Estado sale del chat, el mercado no entra con piedad: entra con precio. En Chile, esa lógica puede instalarse sin escándalo. Pensemos que antes ya se convenció al país de que la cultura es un lujo y no una necesidad.
Los afectos políticos de José Antonio Kast están con Bukele, Trump, Meloni y Milei. Kast no es idéntico a ninguno, pero participa de los mismos espacios: redes internacionales de derecha dura, foros y vitrinas donde la “batalla cultural” se entiende como control del relato y disciplina de lo simbólico. Kast y sus ejemplos comparten visión y enemigos. Se trata de una familia política con un relato claro sobre el rol del arte y la cultura en la sociedad. Un rol menor, controlado o prescindible.
Para la incomodidad del progresismo, esto también es culpa de Gabriel Boric. Su gobierno prometió poner la cultura en el centro y no lo hizo. No consolidó un piso presupuestario robusto, no fortaleció estructuralmente el trabajo artístico, no blindó a las instituciones frente a un eventual cambio de ciclo. Hubo gestos y discursos súper buena onda, pero poco y nada de musculatura política. Y cuando la cultura no se fortalece en tiempos favorables, queda a la intemperie cuando cambia el viento.
La historia es clara: cuando los Estados dejan de considerar la cultura como estratégica, la creación no desaparece, pero se precariza, volviéndose más frágil y más manipulable. Entonces, ¿qué queda? Lo de siempre: articularse, estructurarse. Redes de apoyo entre creadores, espacios independientes que cooperen en vez de competir. Queda entender que la cultura nunca ha sido solo un sector económico: es un espacio donde el país construye sentido, memoria y futuro.
La historia también enseña algo más: los momentos de mayor presión suelen producir las respuestas más lúcidas. Pero eso ocurre cuando quienes crean, piensan y trabajan en cultura entienden que nadie va a defender ese espacio por ellos. Ante el nuevo ciclo político, la respuesta no puede ser el lamento. Tiene que ser la organización inteligente. Si la cultura deja de ser prioridad para el poder, pasa a ser un potencial peligro para él. Y es justo ahí cuando vuelve a importar de verdad.
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