¿Y si los artistas nunca más se metieran en política?
“Callar no es neutral: es ceder el presente y regalar el futuro”.
Por estos días, muchos artistas miran a su alrededor y sacan la misma conclusión: ni cagando me meto en política o voy a salir perdiendo. Esa sensación se ha instalado casi como una nueva regla: mejor callar, no arriesgar nada y concentrarse en lo de uno. ¿Pero qué pasaría si ese sentimiento se generaliza? ¿Si todos los artistas guardaran silencio y se mantuvieran al margen para protegerse?
Lo primero es que otros escribirían la historia por ellos. Al darle voz a la sensibilidad colectiva, los artistas son sus principales articuladores. Si deciden no decir nada, dejan el espacio libre para que la narrativa la definan los mismos de siempre: la élite a través de los medios de comunicación y de los partidos políticos. Una sociedad que pierde la visión artística no se vuelve más ordenada, sino más vulnerable. Y el arte que renuncia a interpretar su época al final es pura decoración.
Después pasaría algo peor. El silencio se volvería aliado del poder, y el poder no quiere que las cosas cambien. Para inclinar una época usualmente se necesita militancia, pero a veces solo basta con no estorbar. El statu quo respira aliviado cuando no hay artistas hablando sobre desigualdad, memoria, violencia o injusticia. Ese vacío de miradas hace que el poder esté en su salsa. Un pueblo sin relatos críticos es más fácil de administrar.
Si los artistas evitan cualquier discusión o comentario sobre política, la señal que se transmite es clara: lo público no les incumbe. En otras palabras, el individualismo absoluto como forma de vida se vuelve algo normal. La ausencia de postura terminaría funcionando como una especie de ejemplo a seguir. Yo solo me preocupo por mí, tú solo te preocupas de ti y el nosotros deja de existir por completo. Así todos nos vamos quedando más solos.
Luego viene el golpe a la memoria. Ninguna sociedad ha documentado sus momentos críticos solo con boletines oficiales. Hacen falta canciones. Pero si ningún artista habla de su época, el archivo colectivo desaparece. La memoria sobrevive porque los artistas transforman el dolor en signo: en letra y música. Sin ellos, lo que quedaría es un registro incompleto. Y lo que es peor: fácil de manipular.
También se dañaría una estructura crítica: el puente que conecta a las mayorías con ideas complejas a través del lenguaje de la música popular. Cuando los artistas se restan de la conversación, la política pierde a sus traductores emocionales y la gente pierde imágenes para entender el presente. La discusión pública se volvería un monólogo técnico demasiado aburrido como para que alguien pueda sentirlo como propio.
Con la desaparición de todas esas capas, el mercado buscaría llenar todos esos espacios. La sensibilidad social quedaría en manos del algoritmo, de las marcas y de la fantasía del “yo me salvo solo”. Todo lo colectivo se reduciría al mínimo: los sueños, el empuje, la cultura. La vida pública se limitaría a consumir desde un catálogo con opciones limitadas. El silencio de los artistas permite que lo nuestro deje de serlo y que solo exista lo mío y lo tuyo.
Finalmente, Chile perdería su brújula emocional. Si los artistas se callan, otras voces y otras fuerzas buscarían ocupar su lugar, pero sin cuestionar, sin incomodar y sin construir futuro. Y mientras los que podrían levantar memoria y activar conciencia se quedan en silencio, temerosos de opinar sobre política, el país avanzaría carente de norte, de relato colectivo y de resistencia. Callar no es neutral: es ceder el presente y regalar el futuro.
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