Confesiones de una separada: La familia

No sé dónde tengo la cabeza, pero en tres días -el 3 me persigue- mi cuenta corriente se fue a cero. ¡¡Olvidé pagar el gas, la luz, el agua!! Con razón el mes pasado tenía más dinero. Es que sólo saber que se acerca septiembre me olvido de todo, más de lo normal, y revivo. El primer paso es, aunque esté blanca como papel, decirle adiós a las medias con ligas y a las botas, bienvenidas las chalas.

El viento me transporta a la infancia, cuando junto a mis tíos y primos -somos una familia extensa- íbamos de paseo. La primera parada era el "castillo", una casona de piedra olvidada en el campo, de la que sólo quedaban las murallas -hoy tiene propietario, que según dicen se parece a Drácula, es que en el Chile profundo todo ser extraño es motivo de pelambre.

Comenzaba el picnic, los infaltables huevos duros me atragantaban, los odiaba, pero mi mamá insistía -se entiende por qué no los como ahora-, se sumaban termos con café para los adultos y leche para los niños; tampoco la soportaba, pero me gustaba ir a comprarla. El lechero pasaba día por medio y con mi prima, que vivía a tres puertas de mi casa, lo esperábamos ansiosas. Cuando llegaba nos subía a su carreta y nos pasaba las riendas de esos dos caballos.

Luego de sacarnos la tradicional foto, con los niños en las ventanas de esas murallas abandonadas y los adultos al lado, venía la segunda parada, el "Corte". Un cerro donde mi papá tenía que hacer fila para estacionar el jeep, no tenía techo y todos los primos -nada menos que 12-, nos subíamos. Eso era lo mejor, ir todos juntos, sintiendo como el viento golpeaba la cara y de paso se llevaba mi pelo, que quedaba hecho un enredo, pero ir de trenzas no era opción, tenía que sentir el viento de septiembre.

En esas lomas verdes, cientos de niños encumbrábamos volantines. Mi pega era tirarlo mientras mi hermano lo elevaba. Hasta el día de hoy, que tengo 43 años, lo seguimos haciendo así. Tiene una caja de madera cuadrada, muy grande y delgada donde pone los volantines, los que compra por montones, pero en los '70 los hacíamos nosotros... nunca lo logré, siempre rompía el papel seda, la colafría se me pegaba en los dedos y la motricidad, digamos que soy torpe, no me acompañaba. Todos los años me daban una oportunidad, sólo una, pero nada, así que era la encargada de hacer las colas: largas, largas, me gustaba ver cómo danzaban en ese cielo azul, azul.

Era un ritual que se repetía cada 18 de septiembre y que ahora es imposible. Ya no estamos todos, de mis cinco tíos, dos ya partieron. Pero lo bueno de las familias achoclonadas es que, aunque estemos repartidos, seguimos cada 18 viajando a Colchagua, donde nos espera una gran mesa, largas conversaciones y muchas risas, las que corren por mi lado, siempre, siempre, me pasa algo.

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