Yendo del jacuzzi a una humilde tina de baño con mi amiga, Anita Alvarado
22 de diciembre de 2001. Era mi tercer día de trabajo en La Cuarta (hasta entonces sólo había reporteado el suicidio de un maestro de música que se tiró al Metro, deprimido porque en Chile no había buenos pianos), cuando el editor me ordenó ubicar y entrevistar a la señora Anita Alvarado.
"Hace rato que estamos dando la hora con este caso. Llegamos recogiendo gorras y todavía no alcanzamos al lote. El dire está emputecido", me dijo.
- Es harto difícil que la mina hable, jefe. En la tele he visto que sólo saluda al perraje que acampa con cámaras y grabadoras en la puerta del condominio de Chicureo, donde vive.
"¡Te recuerdo que ocupas la silla del reportero al que le habíamos encargado este tema! Se fue 'cortado' el miércoles", me explicó, con cierto tonillo en la voz que interpreté como una velada amenaza.
Irse cortado por o con Anita es una experiencia inolvidable, pero hablábamos del sobre azul, de la PLR, no del éxtasis.
Al escucharlo, se me aconcharon los meados y sentí que se me estrechaba el esfínter, como si estuviera en pelotas frente al negro Mafla.
"Aposté las últimas fichas que me quedaban por ti, y si pierdo, no me voy a ir solo. ¿Entendiste?", me la tiró clarita el negrero, sin ni una pizca de tino ni respeto por mi cartucha condición de debutante en la prensa popular.
"¡Cresta!", díjeme a mí mismo, consciente que me estaba jugando el poto con esa pauta. Además ¡era sábado, weón!
mansacue
Desesperado, decidí defecarme una vez más en la ética. La familia está primero, como decía Don Corleone.
Llamé a un amigo recién casado, y luego de recordarle cómo conseguimos la licencia médica chanta que le permitió pasar piola en su canal, la semana que tardamos en sacarlo del Anexo Cárcel Capuchinos, donde cayó por conducir borracho y sacarle la madre a un carabinero, tuvo la amabilidad de agradecer el gesto y dictarme el número telefónico de la pagoda de mármol donde vivía la Geisha. ¡Más vale tener amigos que plata!
Disqué y respondió... ¡Anita en persona!
"Yo soy Vega, confiable y honesto reportero del diario pop", le dije. "Deseo platicar con vos, para que os defendáis del sinnúmero de infamias que ha dicho de vuestro amadísimo y probo esposo, Yuji Shida, nuestra infame competencia. ¿Me concedería, por amor a Cristo y consideración con mi familia, que languidece debido a mis reiterados períodos de cesantía, una brevísima entrevista en el seno de vuestro hogar y rodeada por quienes amáis?"
- Pero claro. Ven enseguida. Nos estamos comiendo un asado con un grupo de amigos en la piscina. Trae un traje de baño.
¡La virgen amarrada en un trapito!
Volé hasta Chicureo junto a nuestro más versátil, creativo y díscolo reportero gráfico. El resto es historia...
Disfruté una tarde de miedo con Anita y los mejores cueros de su futuro grupo de bailarinas de "El Delirio Caribeño". Guata al aire, hice la entrevista. Ani me tiró a la piscina, donde casi me ahogo, porque la webada era olímpica y no sé nadar. Conocí el soberbio palacete por dentro y, en medio del recorrido, el fotógrafo propuso que nos metiéramos al jacuzzi para comprobar su amplitud y profundidad.
Al día siguiente quedó la grande. Decenas de editores se pasaron por el cajón con vidrios a los colegas golpeados por la audacia.
Desde entonces nos topamos muchas veces con Anita. En los tribunales, en su local de Antofagasta, donde departimos en familia.
Contra el destino, nadie la talla. Tampoco nadie tiene clavada la rueda de la fortuna, pero entre la nota del jacuzzi y el reencuentro en la tina de su nuevo hogar, en un chalé de clase media de La Florida, lo único que marca la diferencia es el inexorable paso de los años.
Por Manuel Vega O.
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