Por Paulo QuinterosCrítica de cine - Avatar: Fuego y Cenizas, James Cameron se alarga un poco pero logra un gran cierre de trilogía
Más extensa y exigente que sus predecesoras, la tercera entrega de la saga profundiza su discurso medioambiental y emocional, expandiendo el mundo de Pandora con una mirada más adulta, brutal y política, sin renunciar al espectáculo que define a la saga.

Desde sus primeros minutos, Avatar: Fuego y Cenizas se presenta como la entrega más ambiciosa y espectacular que ha tenido la saga de James Cameron hasta ahora, aunque el primer punto que inevitablemente concentrará la conversación es su duración: 3 horas y 15 minutos.
Es decir, esta nueva secuela tiene una duración casi tan larga como la versión de cines de El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey, un ejemplo que siempre sale a colación cuando se habla de películas largas. Por supuesto, aquella también es una comparación no menor cuando se habla de épica y resistencia del espectador.
Pero aún cuando esta Avatar 3 realmente puede sentirse más larga de lo debido, y hay pasajes que podrían haberse ajustado, gran parte de lo que James Cameron propone encuentra respaldo en pantalla. Y eso es algo que se da especialmente porque esta vez la historia es más densa, más oscura y emocionalmente más adulta.
De hecho, a diferencia de las entregas anteriores, aquí el relato no se apoya solo en el asombro visual o en la exploración de nuevos entornos, sino que profundiza en temas como el duelo, la fe, el fanatismo y el resentimiento. El resultado es una película que se atreve a incomodar más y a simplificar menos.
La historia retoma los acontecimientos tras El Camino del Agua, por lo que la familia Sully sigue fracturada por la muerte de Neteyam, una ausencia que pesa en cada escena inicial y que condiciona las decisiones de todos, desde lo íntimo hasta lo estratégico.

Es ahí en donde Neytiri (Zoe Saldaña), como madre, es quien carga el dolor de forma más cruda. Su pena se transforma en una rabia constante que refuerza su odio hacia los humanos, llevándola a una posición cada vez más extrema, incluso cuando eso implica tensar su vínculo con Jake y sus hijos.
Jake Sully (Sam Worthington), en cambio, opta por evadir el duelo. Se refugia en la preparación militar y en la certeza de que un nuevo ataque humano es solo cuestión de tiempo. Es ahí en donde su rol de líder se vuelve más frío, más táctico, y menos conectado con lo espiritual.
En ese contexto emerge el verdadero eje emocional de la película: Spider (Jack Champion). El joven humano, hijo del coronel Quaritch (Stephen Lang), es tratado como un integrante más de la familia Sully, aunque esa aceptación nunca llega por parte de Neytiri.
En base a esos ejes surge la decisión de trasladar a Spider al refugio de los antiguos aliados humanos que aún sobreviven en Pandora. Y aunque se establece como un acto de protección, especialmente por el resentimiento que Neytiri siente en contra de Spider, rápidamente se transforma en el detonante de un conflicto mayor que nadie logra anticipar.
En ese entorno entra en acción una nueva tribu Na’vi: la gente de la ceniza, un clan marcado por una historia de pérdida y devastación que los lleva a rechazar a Eywa, la Gran Madre que conecta toda forma de vida en el mundo de Pandora.

Con esa introducción, la película da un salto temático relevante. El relato se vuelve más complejo al contraponer fe y rechazo, espiritualidad y nihilismo, ampliando el discurso medioambiental hacia un terreno más ideológico y menos conciliador.
Por eso el mensaje de la película también es más frontal. Si antes uno podía celebrar pequeñas derrotas físicas de los villanos humanos, como pasaba con el corte de brazo en la segunda, ahora el relato empuja a una condena total de su codicia, de la explotación sin límites y de la destrucción sistemática de vidas conscientes.
Aunque estos elementos ya estaban presentes en la saga, Fuego y Cenizas los intensifica bajo un marco visual más brutal. La mirada hacia la humanidad es despiadada y, al mismo tiempo, coherente con el mundo que Cameron ha construido.
De apoyo a esos temas, el despliegue es apabullante. Los efectos visuales alcanzan un nivel extraordinario y es difícil imaginar que esta película no termine llevándose el Oscar en esa categoría. Pandora luce más viva y más peligrosa que nunca.
Cameron aprovecha también su maestríapara orquestar secuencias de acción que rozan la perfección visual, manejando los espacios y el ritmo de las batallas. Hay enfrentamientos terrestres, batallas aéreas sobre criaturas aladas, combates acuáticos y escenas submarinas que amplían la escala del conflicto.

Quizás el punto más débil es que la película se siente muy ligada a El Camino del Agua, pues la historia sucede poco tiempo después de la anterior. Incluso la gran batalla final remite a estructuras y escenarios ya conocidos, lo que le quita novedad pese a que el director logra elevar las secuencias con una escala descomunal y un sentido de destrucción total.
Lo bueno es que la película no se limita al espectáculo. El desarrollo de personajes está cuidado y, en esta ocasión, el foco narrativo también recae de mejor forma en Quaritch, ya completamente integrado a su avatar y enfrentado a un dilema inesperado.
Y es que todo el conflicto se intensifica cuando Spider desarrolla la capacidad de respirar en la atmósfera de Pandora. Ese es un giro conocido por el tráiler, pero que aquí adquiere un peso simbólico clave para el futuro de la saga. Especialmente por el riesgo que representa que los humanos ya no tengan trabas para desplazarse y explotar al mundo que codician.
Otro gran acierto es Varang, líder del clan antagonista interpretada por Oona Chaplin. Su desprecio por Eywa y su ambición de dominar a los demás pueblos Na’vi la convierten en una antagonista potente y memorable.
Por eso el choque entre Varang y Neytiri es, sin duda, uno de los puntos más altos de la película. Ambas representan visiones opuestas del dolor, la fe y la supervivencia, y cada encuentro entre ellas eleva la tensión dramática.
En paralelo, el trío joven sigue ganando profundidad. Kiri continúa su búsqueda de sentido, frustrada por desconocer su origen y no poder conectarse con Eywa, mientras Lo’ak arrastra la culpa y las consecuencias de la muerte de su hermano. Y el ya mencionado Spider queda atrapado entre dos mundos irreconciliables. Su posición lo convierte en el personaje más vulnerable y, al mismo tiempo, en la clave emocional de los conflictos que vendrán.

Puestas todas esas cartas sobre la mesa, probablemente volverá a aparecer la crítica que dice que Avatar no dice nada nuevo, repite viejas fórmulas o que es superficial. Hasta he escuchado y leído gente que dice que es pésima. Pero esa mirada se queda en las chispas de la fogata, sin querer mirar la llama que Cameron construye detrás.
Avatar: Fuego y Cenizas sin duda funciona como un cierre sólido de trilogía, aunque también se entiende que Cameron haya planteado este punto como una posible despedida. El arco principal se completa, pero varias líneas quedan abiertas y deliberadamente inconclusas.
Esa decisión conecta directamente con el futuro de la saga. La puerta queda abierta para Avatar 4 y Avatar 5, lo que impide hablar aquí de un final definitivo, aunque eso mismo no le quita fuerza a la sensación de amenaza y transformación permanente de Pandora.
Y es que, en conjunto, la película confirma que el corazón de Avatar no está solo en su despliegue técnico, sino en la construcción de un mundo vivo, emocional y político, donde el espectáculo y el discurso avanzan de la mano.
Aquí, una vez más, lo digital que ocupa la pantalla se siente auténticamente vivo y muy pocos cineastas han logrado algo así. Más aún, solo alguien como James Cameron puede hacerlo una y otra y otra vez. Personalmente, espero que lo haga dos veces más.
Avatar: Fuego y Cenizas se estrena este 18 de diciembre en cines chilenos.
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