Denominación de Origen no solo es una comedia notable sobre una lucha de embutidos, sino también una entrañable sátira que eleva con humor y sensibilidad una cruzada local por el reconocimiento, donde lo rural, lo absurdo y lo profundamente chileno se mezclan como los ingredientes de una longaniza con carácter y picardía.
Preguntar sobre cuál es la película que mejor encarna la chilenidad da pie a que existan múltiples respuestas. Quizás tantas como miradas existen sobre este país.
Para algunos, la respuesta número uno es y será El Chacal de Nahueltoro, por su potente crítica social y su estructura narrativa innovadora, que marcó un antes y un después en el cine nacional. Otros se inclinarán sin duda por Machuca, una obra que sigue resonando por el magnetismo de su relato y su retrato de las tensiones de clase y política que perduran hasta la actualidad.
En otra vereda, de seguro habrá quienes destacarán películas taquilleras como El Chacotero Sentimental o inclusive propuestas como La Nana y Aquí no ha pasado nada, que desde la intimidad o la injusticia abordan la desigualdad estructural, los privilegios y los silencios del Chile contemporáneo. Y por supuesto, no faltará quien mencione a Una Mujer Fantástica, no solo por su temática urgente y su mirada sobre la identidad y la dignidad, sino también por haber ganado un Oscar que posicionó al cine chileno en el mapa global.
Hoy Denominación de Origen sin duda entra a la pelea como una contendora que llega a golpear la mesa. Y lo hace como una comedia que no solo es un gran exponente de lo que puede ser el cine chileno, especialmente en lo que concierne al ingenio de su puesta en escena, sino que a la vez cuenta con una identidad tan arraigada a este territorio que difícilmente podría haber sido hecha en otro lugar.

Dirigida por Tomás Alzamora, Denominación de Origen es a grandes rasgos una historia situada en el corazón de la Región de Ñuble, un lugar que es sinónimo de la longaniza.
En aquella zona campestre, un grupo de habitantes de la ciudad de San Carlos comienzan a batallar poco a poco tras una injusticia: un concurso que eligió a la mejor longaniza descalificó a los justos ganadores sancarlinos solo por no ser de Chillán, la capital regional que tiene todo el foco de la fama longanicera a nivel nacional.
Y respirando realidad local, la película se inscribe con fuerza en la tradición de un cine que busca entender, representar y escudriñar lo que significa vivir en este terruño.
De ese modo, y centrándose en un pequeño grupo de personajes apasionados que crean un movimiento para defender su identidad, la base de Denominación de Origen aprovecha al máximo los paisajes de la zona, las texturas culturales y la atmósfera social para retratar con humor y humanidad las tensiones, contradicciones y aspiraciones que surgen en un entorno donde todos se conocen y cada logro —o fracaso— se multiplica en el boca a boca del pueblo.
Es ahí en donde uno de los aspectos que más elevan a Denominación de Origen es la aguda forma en que representa la idiosincrasia chilena rural, con una mezcla de terquedad, picardía, desconfianza y deseo de validación de un Chile profundo.

En ese camino, la película también logra perfilar un humor muy propio, con un tono que no se burla de lo ridículo de algunas situaciones. Y es ahí en donde observa con afecto y perspicacia a sus personajes, dándoles un cálido abrazo que de forma inevitable contagia y que lleva a que el espectador se ponga la camiseta por la longa de San Carlos.
Todo lo anterior es posible porque en la película hay una construcción cuidadosa de lo cotidiano y de lo absurdo dentro de lo normal, lo que da pie a que cada escena se sienta tan real como delirante. Como un recordatorio de que donde entra la sonrisa, entra la longaniza.
A todo ello también aporta que los cuatro protagonistas sean simplemente notables: desde el abogado que bien pudo haber estudiado en la misma escuela que el protagonista de Better Call Saul hasta el DJ que también se gana la vida imprimiendo tazones. Todos son entrañables, extravagantes y reconocibles en una comunidad tan chilena como la que presenta Denominación de Origen.
En medio de todo eso también se logra establecer una familiaridad que permite que el relato explote con un carisma gigantesco. Y lo mejor de todo es que los anhelos, el ñeque y su forma de habitar el mundo conectan de forma directa con un país que muchas veces se siente desplazado o subestimado por no estar nunca bajo los principales focos.
Es decir, no solo Santiago es el gran centro gravitacional del país, pues también los centros urbanos principales de cada región terminan imponiendo su lógica sobre las localidades más pequeñas. Y esa noción es abordada con sutileza, y contundencia, en un relato que logra manejar muy bien el juego al centro de su construcción narrativa. Algo que es, simplemente, una genialidad.

Basta agregar que Denominación de Origen habla, en el fondo, de la necesidad de ser visto, de tener un lugar en el mapa, ya sea de la longa, del arte de Violeta Parra, de Los Ángeles Negros o de la propia historia. Y eso lo hace con una honestidad y una riqueza visual que convierten a esta película en un reflejo auténtico de lo que significa querer destacar desde la periferia.
Por eso lo mejor es llegar a Denominación de Origen sabiendo lo justo. No se trata de esperar grandes giros ni revelaciones impactantes, sino de entregarse al viaje, a las texturas del relato, al ritmo particular de su mundo y a la forma en que va construyendo —con cuidado, con humor, con cariño— una historia que parece pequeña, pero que en realidad habla de algo tan grande como la necesidad de pertenencia y el vivir en comunidad.
Denominación de Origen intenta existir desde el margen, con todas las contradicciones, torpezas y nobleza que eso implica. La suya es una cruzada que tiene tanto de obstinación como de ternura, donde el Tío Lelo y el resto de cultores del embutido cargan con la misión de levantar la bandera de la longa —como símbolo gastronómico, cultural y afectivo—, pero con el fin mayor de reclamar su propio emblema de una identidad local que sienten que es vista en menos.
En ese gesto hay algo profundamente chileno: la lucha por que un lugar, una comida o una historia sean reconocidas como propias, valiosas y dignas de memoria. Y Denominación de Origen no solo retrata eso, lo celebra con una sensibilidad única que la convierte en una experiencia inolvidable que deja con un buen sabor hasta mucho después de sus créditos finales.