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Crítica de cine: Frankenstein, el monstruo que revela el alma de Guillermo del Toro

La esperada adaptación del clásico de Mary Shelley se convierte en la obra más íntima del director mexicano. Una elegía sobre la obsesión, la soledad, la paternidad y el desamor por lo que se crea, donde la primera palabra del monstruo encierra a una majestuosa tragedia.

Hace bastante tiempo se conoció la promesa de Guillermo del Toro por crear una versión de Frankenstein. En septiembre de 2008, mientras preparaba un proyecto que finalmente no dirigió (El Hobbit), aseguró que adaptar a Mary Shelley era su sueño más profundo.

Frankenstein representa la pregunta esencial del ser humano: ¿Por qué mi creador me ha dejado aquí, desprotegido, desorientado, sin ayuda y perdido? Con ello en mente, quien quiera prevenir que lo dirija, tendrá que arrancar el proyecto de mis manos frías y muertas”, declaró entonces.

Afortunadamente, eso último no fue necesario. Diecisiete años después, y tras múltiples rechazos de los grandes estudios, Del Toro finalmente ha cumplido esa promesa bajo el alero de Netflix. Y lo ha hecho con una sensibilidad melancólica, una mirada compasiva hacia lo monstruoso y una visión que encuentra matices en lo trágico.

Su Frankenstein no es una adaptación más del mito, aunque sí busca ser más fiel que ninguna otra, incluyendo a la clásica y venerada versión de James Whale o la vilipendiada adaptación de Kenneth Branagh con Robert De Niro. O en las decenas y decenas de otras versiones que existen.

Pero siendo Del Toro el tipo de creador que es, aquí el autor reinterpreta la novela desde la emoción y sus propias peculiaridades para darle al texto una impronta diferente que cambia elementos de la historia, para dar forma a una elegía sobre la soledad, la culpa y el amor imposible entre un creador y su criatura. Por eso esta es, en esencia, una película sobre los Frankensteins que habitan dentro del propio Guillermo del Toro.

En la criatura vive el alma herida y poética, el ser rechazado por su forma, incomprendido por su sensibilidad; en Víctor, en cambio, se refleja el artista obsesivo, el que arriesga su cordura para dar vida a una visión que solo él tiene clara en su cabeza. Del Toro se desdobla entre ambos: el visionario que desafía a los dioses y el monstruo que carga el peso de su creación. Esa tensión recorre toda la obra, como una plegaria interna entre el delirio y la inocencia.

Ambientada en la Europa victoriana, la película construye un universo dominado por la lucha contra lo divino y la fe rota. En un entorno situado entre el progreso y la decadencia, Victor Frankenstein emerge como un creador imperfecto que juega con la vida tras las tragedias - y el rechazo de su padre médico - que marcaron su infancia privilegiada de castillos.T

Oscar Isaac encarna al científico adentrándose en el fervor y la incapacidad de arrepentimiento, en una interpretación que es contenida cuando debe, pero también furiosa cuando lo necesita.

Su Víctor es un hombre consumido por la muerte - tras la pérdida de la madre que lo amó - y obsesionado con la idea de superarla para probar equivocado a su propio padre (Charles Dance). En su mirada se adivina la ruina moral de quien quiere crear sin saber amar, algo legado por su propio progenitor.

Aquí también emerge con fuerza uno de los temas más ricos de la película: la paternidad como condena. Del Toro articula el relato como un espejo roto de la relación entre padres e hijos, dioses y hombres, creadores y criaturas.

La rebeldía de Víctor ante su padre, y del monstruo ante su creador, se enraíza en una misma herida: la necesidad de ser reconocidos por quien nos dio vida. En ese sentido, Frankenstein es una obra sobre la fe y el abandono, una historia de orfandad espiritual donde cada acto de creación es también un acto de rebelión.

Jacob Elordi, en cambio, ofrece una interpretación más humana en el rol más importante de la película. Su criatura, alta, desgarbada, poderosa y de piel de porcelana resquebrajada, se mueve con torpeza y gracia, como un niño aprendiendo a existir. Es una creación alejada del molde clásico de gruñidos del personaje, inspirando compasión antes que miedo y revelando a una víctima.

En ese avance, Del Toro evita el cliché del monstruo brutal, por lo que aquí la criatura siente, sufre y logra razonar. Aprende a hablar, a observar el mundo, a descubrir la crueldad que lo rodea, el sin sentido de su propio oscuro nacimiento y, también, a abrazar el poco cariño que logra encontrar en una cabaña en medio de la soledad. Su despertar es una mezcla de asombro y dolor, pues cada gesto revela una humanidad imposible de negar.

A través de ese camino, también hay un detalle clave que Del Toro usa como latido emocional de la historia: la primera palabra de la criatura es “Víctor”. No es un grito de furia, sino un llamado de un hijo hacia su padre, un recordatorio de que la creación busca ser reconocida por quien le dio vida. Ese momento da sentido al fondo de una película en donde Frankenstein va enfadándose más y más ante el hecho de que su criatura solo dice su nombre.

Con la relación entre Victor y su creación como el eje emocional del relato, la película sus mejores momentos cuando juega creando los paralelos entre ambas experiencias. Las relaciones, como espejo y reflejo, establecen a ambas figuras que se enfrentan en un duelo de amor y desprecio con lecturas religiosas. Y Del Toro filma ese vínculo con maestría, alternando los puntos de vista del científico y del monstruo, mientras escudriña que la empatía y el sufrimiento son dos caras de la misma moneda.

Visualmente, y esto es algo que a nadie le debería sorprender, Frankenstein es una obra maestra que supera cualquier superproducción concebida para el streaming. La fotografía envuelve cada escena en texturas casi palpables, mientras los escenarios respiran un dolor contenido y la recreación de época deslumbra en el vestuario, los sets y, en realidad, cada uno del resto de detalles.

Los laboratorios y castillos son imponentes mientras que los espacios naturales, como bosques y los espacios gélidos, reflejan cómo la vida y la muerte se entrelazan en un mismo baile de entropía. En donde todo inevitablemente se descompone.

Además, el diseño de producción traduce visualmente la obsesión de un director que entiende que el acto de crear es planificado, pero también vulnerable al azar. Del Toro convierte cada plano en una pintura trágica donde lo sagrado y lo profano coexisten sin contradicción.

En medio de ese sustento técnico, el reparto secundario está al servicio de los Frankenstein. Mia Goth destaca en el rol tradicional de Elizabeth, quien aquí es presentada como la prometida del hermano de Víctor y, por extensión, un espejo más de sus obsesiones, su recelo y su incapacidad de amar. Ella, en tanto, además es una criatura que queda cautivada por el monstruo de Frankenstein, marcando los primeros pasos para que aquella creación encadenada sea mucho más que lo que su padre permite que sea.

Christoph Waltz, en tanto, es el financista que saca a flote las obsesiones de Víctor bajo su propio objetivo final. Como un nuevo multimillonario ajeno al ciclo eterno de la alcurnia, de la que forma parte Víctor, su objetivo es acceder a la inmortalidad que es impropia de la vida.

Claro que lo importante es que todo gravita en torno a Isaac y Elordi. En ellos, Del Toro condensa su tesis: los monstruos no nacen, se fabrican por la experiencia en un mundo creado por los hombres. La tragedia, entonces, es que el creador y su criatura terminan compartiendo la misma herida de rechazo.

Lo anterior se refuerza con la música del ganador del Oscar Alexandre Desplat, quien acompaña con sutileza el estallido emocional del relato. En su trabajo no hay exceso de terror gótico ni melodrama, tampoco temas tan reconocibles como la música central de Patrick Doyle en 1994. Lo suyo, en cambio, es un lamento constante, casi religioso, que parece respirar junto a la criatura, amplificando la fragilidad que late bajo su cuerpo reconstruido.

A lo largo de toda su construcción, este nuevo Frankenstein deja clara su condición de autorretrato. Del Toro ha dicho durante años que ama a los monstruos porque representan lo que la humanidad rechaza de sí misma, simbolizando la capacidad de perdón e imperfección. Y esta película no solo confirma esa idea, sino que la lleva a una expresión emotiva y dolorosa.

Aquí, el monstruo no es solo el otro: también es el artista. Victor Frankenstein es un creador incapaz de asumir la responsabilidad de su poder, mientras su criatura simboliza la obra que escapa de sus manos. Del Toro habla desde ambos, confesando su temor como cineasta y su necesidad de seguir creando.

Esa tensión da sentido a toda la película y también a la obra de Del Toro. Desde El laberinto del fauno hasta La forma del agua, su cine ha girado en torno al poder de la imaginación y al castigo que recae sobre quienes se atreven a crear.

En Frankenstein, esa retórica alcanza su forma más pura y el director logra filmar su propio reflejo: un Dios que da vida y que, al mismo tiempo, teme ser olvidado por su creación. Pero aquí no hay redención ni castigo, solo comprensión. En su mirada final, el espectador entiende que lo monstruoso no es una forma, sino un sentimiento que nos pertenece a todos, una herida compartida que nos obliga a convivir con nuestra propia criatura interna.

Tras tantos años de espera, Frankenstein sin duda se alza como la película más íntima de Guillermo del Toro. Es una obra que habla del proceso de creación, pero también de la soledad y de la herida de existir. Es como un poema oscuro donde cada imagen late de la mano de las obsesiones, anhelos y miedos de su propio creador.

Por eso, lo más poderoso de esta película no es que Del Toro haya filmado Frankenstein, sino que se haya filmado a sí mismo. Su criatura nace del sueño que lo persiguió toda la vida, y en ese acto de amor y melancolía nos recuerda que lo verdaderamente humano es aceptar la belleza que existe en nuestros fracasos. Especialmente cuando algo no es lo que quisimos. Como una película gigante que no puede verse en cines, sino que solo en streaming.

Frankenstein se estrena este 7 de noviembre en Netflix.

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