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Crítica de cine: Happy Gilmore 2, una secuela moribunda que apenas respira

La secuela de una de las mejores comedias de Adam Sandler no logra encontrar el ritmo cómico ni el equilibrio del absurdo que hicieron memorable a la película original, quedando atrapada entre la nostalgia y excesos de todo tipo.

La primera Happy Gilmore sigue siendo, casi treinta años después, una de las mejores comedias de Adam Sandler. No solo porque aprovechaba al máximo su capacidad para el humor absurdo, dando con un tono preciso para todo lo que es y representa el actor, sino porque también tenía algo fundamental para que funcionara su premisa: un ritmo cómico preciso.

En aquella primera película, las risas no venían solo de los chistes, sino del cómo y cuándo se entregaban, en una historia ridícula que jugaba con el contraste entre el mundo serio, elegante y hasta aburrido del golf, y la energía caótica de un jugador de hockey fracasado que irrumpe como estrella mediática.

Ese equilibrio, tan difícil de replicar, es justamente lo que le falta a Happy Gilmore 2. La secuela intenta capturar el rayo en la misma botella, pero el resultado es forzado. Todo se siente como un remedo, como un eco débil de lo que alguna vez funcionó.

Mucho de lo anterior tiene que ver con la historia. A grandes rasgos, Happy se convirtió en un gran campeón de golf, ganó varias chaquetas doradas en el camino, pero una tragedia cambia su vida, lo aleja de las canchas y lo transforma en un alcohólico. A partir de ahí, un magnate dueño de una bebida energética promueve una nueva competencia de golf, más cercana al minigolf que al deporte tradicional, y su gran objetivo es crear una nueva competencia explosiva, pomposa e idiota que robará la audiencia de los torneos clásicos. Y Happy Gilmore es la inspiración de todo.

En ese contexto, Happy se ve enfrentado a la tentación, vuelve al golf y, a partir de ahí, forma parte de un nuevo equipo de golfistas mientras comienza un verdadero carnaval de apariciones especiales, no solo de rostros clásicos de la primera película, sino también de familiares que permiten recuperar a personajes interpretados por actores que fallecieron en las últimas tres décadas. Obviamente, también se suman rostros famosos para vender la idea de que esta secuela es más grande, pop y hasta apropiada para los tiempos actuales.

En toda esa mezcla hay momentos graciosos, pero la mayoría se sienten más como un sketch de televisión que intenta copiar algo que ya fue. Como si fuesen esas recreaciones del Chavo del 8 que Don Francisco hacía en la Teletón.

Por eso no sorprende que en esta secuela los chistes sean flojos, se recurra demasiado a la inteligencia artificial, sin que haya una necesidad real más allá de querer rejuvenecer a algunos actores, y que los cameos de celebridades oscilen entre lo simpático y lo francamente desconcertante. Margaret Qualley y John Lovitz logran incorporarse bien, por ejemplo, pero Travis Kelce, la pareja de Taylor Swift, parece completamente fuera de foco.

Todo eso sería menos notorio si media película no dependiera de esas apariciones fugaces, que tienen a Bad Bunny como su principal añadido, ya que el cantante es integrado como uno de los personajes secundarios más importantes en el rol del nuevo caddy de Happy.

En todo ese vendaval de incorporaciones, que tampoco evaden los homenajes a actores fallecidos, lo más rescatable es, sin lugar a dudas, Christopher McDonald. El actor deja en claro que nunca dejó atrás a Shooter McGavin y su entusiasmo se roba cada escena. De hecho, una vez que aparece en pantalla, la película mejora notablemente y hasta hace palpitar un corazón que por largo tiempo parece más cercano a la muerte en pantalla.

Happy Gilmore 2 intenta disimular sus falencias con una edición acelerada y una banda sonora de “grandes éxitos” que busca maquillar la falta de chispa en muchos gags. Pero la verdad se asoma rápido: con casi dos horas de duración, el relato se estanca y constantemente nos recuerda que la primera película es muchísimo mejor.

Por más que uno quiera justificar a Sandler, está claro que ya no hace estas películas con ganas. Toda su obra reciente de comedia parece más una excusa para incrementar la billetera, mientras reúne amigos y familia (ya que tres de sus hijas aparecen en esta secuela). Por eso también cuesta no sentir algo de decepción.

Basta agregar que Happy Gilmore 2 es más Son como niños, o como las propias pésimas comedias que el actor viene estrenando en Netflix durante la última década, que la verdadera Happy Gilmore.

Y al instalarse como una comedia desenfocada y llena de elementos innecesarios, solo se refuerza que esta comedia llega por lo menos 15 años tarde, ya que las últimas ganas de Sandler fueron ocupadas en No te metas con Zohan.

Por eso solo basta decir que todo aquí se siente hecho con pereza. Y si la pereza en Los siete pecados capitales fue castigada con un año de tortura inmóvil en una cama, Happy Gilmore 2 parece el equivalente creativo: una película que respira, pero apenas está viva. Y perfectamente puede ser olvidada mientras se pudre en la cama del streaming.

Happy Gilmore 2 ya está disponible en Netflix.

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