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Crítica de cine: La Fuente y el discurso sobre el miedo a los alienígenas

La película chilena toma un caso emblemático del estallido social para buscar a un héroe, pero no lo logra desarrollar. Todo esto en medio de un conflicto con foco simplista y que cuenta con una narrativa repetitiva que termina cansando.

Al inicio del estallido social de 2019 se filtró un audio de la entonces primera dama Cecilia Morel con teorías que intentaban explicar un fenómeno que sobrepasaba al gobierno.

“Adelantaron el toque de queda porque se supo que la estrategia es romper toda la cadena de abastecimiento, de alimentos, incluso en algunas zonas el agua, las farmacias, intentaron quemar un hospital e intentaron tomarse el aeropuerto, o sea, estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirlas”, decía la esposa del expresidente Piñera.

La película chilena La Fuente, dirigida por Daniel Vivanco, parece construida desde esa misma idea matriz.

Al centro de todo está la historia del dueño de una fuente de soda ubicada en el centro neurálgico del enfrentamiento entre manifestantes y Carabineros, inspirándose en la historia de Carlos Siri y la exFuente Alemana, hoy conocida como la Antigua Fuente en el sector de Plaza Italia.

Desde ese punto de partida, la película no esconde su foco ideológico que, por supuesto, habla de un hombre solo contra el mundo. Por eso su relato aborda el estallido criminalizando a “los alienígenas” que amenazan el sustento del dueño y la estabilidad de su pequeño universo laboral, sin que nadie más haga algo.

En ese microcosmos conviven trabajadores históricos del local y migrantes recientes que ven en la fuente una oportunidad de sobrevivir. La película los presenta como víctimas de una fuerza externa y caótica, reduciendo el conflicto social a una amenaza homogénea y deshumanizada.

El problema es que ese planteamiento nunca logra articularse en un relato sólido. Protagonizada por un Luis Gnecco que regresa tras años de ausencia mediática, La Fuente carece de un foco narrativo que permita trascender su premisa inicial.

Aunque intenta explorar el peso psicológico que enfrentaron quienes se vieron afectados por las manifestaciones, La Fuente se queda atrapada en un discurso de buenos y orcos, alineado con una mirada de blanco y negro que rehúye cualquier ambigüedad y parece más un panfleto.

La falta de grises se vuelve especialmente evidente cuando el guion concentra el vandalismo en un solo antagonista. Roberto Farías interpreta a un matón que opera como cerebro organizador de la violencia, caricaturizando no solo a los “alienígenas” del relato, sino que también a las propias respuestas que muchos intentaron dar sobre la movilización nacida del descontento social.

En el medio, la película intenta explicar el estallido de forma simplista, con el personaje de Farías hablando de las carencias y desigualdad, pero el relato se queda en la superficie y mete el pie al fondo en el lodo de la criminalización.

Toda esa simplificación no solo empobrece el conflicto, sino que también le quita toda densidad política y humana.

El caos social queda reducido a una conspiración manejable, cómoda y reconocible, evitando cualquier reflexión incómoda sobre causas estructurales.

La película intenta entonces construir a su protagonista como un héroe desesperado. Su único refugio emocional es el iaido, arte marcial centrado en desenvainar y envainar la katana, presentado como una vía de control y orden personal.

Sin embargo, el relato se vuelve reiterativo y mal enfocado. Más aún, las escenas buscan justificar la violencia individual como forma de justicia, sin cuestionar realmente las consecuencias éticas de ese camino.

A esto se suman decisiones narrativas que refuercen una superficialidad en su drama. Ahí están la esposa que trabaja para el gobierno y mantiene una relación extramatrimonial, o la hija que estudia música y rechaza la carne, la misma que le ha dado sustento económico a su vida de privilegios. Esos aspectos funcionan más como símbolos forzados y no están bien elaborados.

Más aún, en lugar de enriquecer el conflicto, esos elementos refuerzan una visión simplista del mundo. Todo se organiza en oposiciones evidentes, donde cualquier disidencia interna parece diseñada solo para confirmar la postura central de la película.

Lo más problemático es que el mayor peso que hunde a La Fuente no es su mirada política. De lo contrario, Clint Eastwood no tendría la carrera que tiene.

El punto crítico está en la pobreza de su construcción, ya que la narrativa avanza a golpes de reiteración, subrayando ideas en lugar de desarrollarlas.

Y ahí lo que realmente corta la mayonesa de su propuesta es la insistencia en convertir en héroe a un personaje que nunca actúa como tal. Incluso cuando se plantea que el dinero no le importa y rechaza una oferta millonaria, el relato es incapaz de validar o profundizar en esa mirada.

Basta agrega que no hay contexto emocional ni ético suficiente que le otorgue verdadero peso dramático a una película que, por supuesto, transforma a su protagonista literalmente en el mártir de ese Chile que algunos sienten que se perdió. Obviamente, el jefe alienígena cae en el proceso.

Pero nuestro presente demuestra que ese país nunca se fue. Sobrevivió, persistió y reforzó discursos largamente contenidos.

Por eso solo queda remarcar que La Fuente no dialoga con el estallido ni con sus contradicciones, perdiendo la oportunidad de dar con valor cinematográfico en esa ruta. En cambio, se limita a repetir el miedo a “los alienígenas” que hasta el día de hoy sigue siendo un discurso recurrente. Y ese no es un buen sánguche cinematográfico.

La Fuente ya se encuentra en cines.

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