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Crítica de cine: Tron: Ares, una película vacía

La nueva entrega de la franquicia digital intenta reanimar un mito que nunca tuvo pulso. Bajo su deslumbrante pero repetitiva superficie tecnológica, solo queda un reflejo sin vida, atrapado en un bucle de fórmulas gastadas.

Tron: Ares es, por lo bajo, un reinicio suave completamente prescindible para una franquicia que nunca logró justificar su existencia como tal. También opera como un experimento de laboratorio cuidadosamente empaquetado para vender una ilusión de grandeza visual.

El problema es que bajo su carcasa brillante y absolutamente repetitiva... simplemente no hay nada.

La trama, que se olvida casi por completo de Tron: Legacy, pone en el centro a Ares (Jared Leto), un programa informático avanzado transportado al mundo real con fines armamentísticos. Su llegada marca el primer contacto entre la humanidad y una entidad de inteligencia artificial, una premisa que podría haber servido para explorar los dilemas éticos y existenciales del progreso tecnológico actual de la propia IA, pero la verdad es que el interés no está ahí.

En lugar de escudriñar los límites de la creación digital o recurrir a los temores apocalípticos que el cine lleva décadas planteando, la película se queda en una superficie de luces e ideas intrascendentes. Amaga con preguntarse qué significa realmente estar vivo, pero nada de lo que plantea fructifica. Lo que promete se diluye bajo un espectáculo visual carente de sustancia.

Todo eso se debe a que Tron: Ares desperdicia toda posibilidad de profundidad con un guion tan plano como los fondos digitales que pueblan la pantalla. Su historia es mala y, peor aún, está mal armada.

Visualmente, y esto es lo peor de su propuesta, la película es un remedo. El mundo de la Red - la dimensión luminosa e hipnótica que en 1982 marcó una diferencia estética con sus efectos primigenios - se transforma aquí en un escenario genérico que se olvida de lo que hacía único al original. Básicamente todo es reemplazado por un diseño saturado y predecible que opera como una extensión de lo ya visto en Tron: Legacy. Repito, salvo las interacciones en el mundo real, no hay nada nuevo aquí.

En esa línea, todo se reduce a una cadena de persecuciones y secuencias de acción redundantes que dan pie a un desfile de estímulos visuales desconectados de cualquier emoción o idea llamativa. Cada movimiento parece producto de una maquinaria narrativa que avanza por inercia, más preocupada de cumplir con la cuota de espectáculo que de construir una experiencia con propósito.

De hecho, más allá de que esta propuesta pretenda reflexionar sobre la relación entre hombres y máquinas, la propia existencia de esta secuela es prueba viviente de que Hollywood opera, desde hace rato, como una fábrica de creación seriada. La estructura narrativa aquí es mecánica, lo que se extiende a su visualidad, mientras que las resoluciones son predecibles y los personajes, todavía más vacíos que en la entrega anterior, son meras carcasas de las ideas desaprovechadas.

El elenco no ayuda tampoco en la tarea de levantar toda esa propuesta hecha de códigos ya seteados. Jared Leto interpreta a Ares con su habitual rigidez, apropiada para un programa computacional, pero su desgano termina contaminando a todo el resto.

Greta Lee, quien interpreta a la nueva CEO de la empresa del héroe original de la saga, y Jodie Turner-Smith, el programa que inicialmente acompaña a Ares, se pierden en personajes sin desarrollo. Y aunque Jeff Bridges logra iluminar un poco la pantalla, especialmente cuando la película le roba de forma más directa al original, esta nueva película tiene demasiados puntos bajos. Solo basta decir que existe un absoluto desperdicio en lo que le toca hacer a Gillian Anderson.

Claro que lo que más desconcierta de Tron: Ares es su absoluta falta de propósito. No amplía el universo previo ni aporta una nueva mirada. Ignora los acontecimientos de Legacy, que ya había llevado un programa al mundo real, y repite el mismo ciclo de caos y luces con la ilusión de estar ofreciendo un espectáculo de alto nivel. El resultado es un reinicio blando que recicla ideas, efectos y conceptos, como si su única meta fuera cumplir con un mandato corporativo para mantener viva una marca que nadie pidió resucitar.

Y, sin embargo, en medio de todo eso, hay un único elemento que logra destacar: la banda sonora de Nine Inch Nails. El dúo de Trent Reznor y Atticus Ross aporta un pulso industrial y eléctrico que sugiere la película que podría haber sido. Su música vibra con la tensión que el guion nunca alcanza, recordándonos que incluso en el vacío, el sonido puede tener alma. Más de alguno lo valorará como un concierto, aunque esa indulgencia resulta difícil de justificar tratándose de una película con diálogos tan malos.

Solo resta remarcar que más allá de su música, el resto es un eco hueco. Como una casa con las luces encendidas, pero completamente vacía. Todo brilla, todo hace ruido, pero no hay nadie adentro. Es decir, es algo que no justifica su existencia.

Por eso quizás la verdadera lección de Tron: Ares sea involuntaria: demuestra que no toda franquicia merece continuar, y que a veces el olvido es preferible al ruido vacío de una simulación que no hace nada nuevo.

A la larga, Tron: Ares se hunde en el punto más bajo de una serie que de por sí no tenía puntos altos. Peor aún, es la película vacía: una simulación que repite su propio código sin jamás producir una chispa genuina de asombro o emoción. En síntesis, un producto industrial sin propósito que no funciona ni como videoclip de NIN. La música aquí crea mejores imágenes en la cabeza.

Tron: Ares ya se encuentra en cines.

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