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Tras la pista del jaguar: viaje a la vida oculta del gigante que resiste al tráfico, caza y deforestación

El gran felino latinoamericano sobrevive y, con pericia, hay chance de verlo libre: “Para encontrarlo hay que tener suerte”, dice un guía experto. Esta es una historia buscando a una especie en peligro dentro un ecosistema lleno de vida que persevera ante la intervención humana.

Tras la pista del jaguar: la vida oculta de un gigante. FOTO: Guido Macari Marimón Guido Macari Marimón

Estamos en busca de un jaguar. Y de otros animales. Pero, como para tener un punto de referencia, una meta u objetivo, digamos que nos gustaría ver un jaguar, o Panthera onca. No sé qué esperar. Se esfuman las certezas.

Nos ubicamos unas cinco horas al noreste, a 230 kms, de Santa Cruz de la Sierra, en una hacienda de unas 11 mil hectáreas donde plantaciones mayormente de soya se mezclan con parches de bosque chiquitano y tierras inundables alrededor del río Grande. A su dueño, un brasileño, no le gusta que sus trabajadores cazen en su propiedad. Y los terrenos despejados permiten ver a la fauna nativa que eventualmente se asoma a los caminos.

Águila negra aún con rastros de su plumaje juvenil. FOTO: Guido Macari

Sí, parece un lugar más bien propicio. Acá le dicen “tigre”, sin mayor distinción, a pesar de que simplemente son del mismo género, Panthera, pero ni siquiera habitan en el mismo continente.

Hace unos veinte años, este territorio era bosque tropical seco, pero han “limpiado” para el monocultivo. Hoy, una cuarta parte de esta hacienda es selva; y el resto, siembra. Los amplios campos de plantación, según explica el biólogo, investigador y guía de Nick’s Adventures, Mauricio Peñaranda, han convertido esta zona acaso en el mejor lugar de Bolivia para observar jaguares silvestres. Según le han comentado turistas adeptos a los felinos, hay altas probabilidades de avistamiento de Panthera onca, siendo sólo superado por El Pantanal de Mato Grosso del Sur, en el suroeste de Brasil.

Según Mariana Da Silva, bióloga de la Wildlife Conservation Society y dedicada a la protección del jaguar, estos felinos se desplazan en estos campos, porque utilizan “áreas enormes” y necesitan otras que tengan “suficientes presas”, más en un departamento como el de Santa Cruz, afectado por la deforestación: “Los jaguares que aún prosperan, porque hay parches de bosque conservados, tienen que atravesar estos espacios que, si no los cazan y tienen suficiente presas, pueden utilizarlos”.

Jacamar de cola rufa posado después de alimentarse. FOTO: Guido Macari

Dentro de estas miles de hectáreas de campo y bosque, Ángela Núñez, bióloga que se desempeña en la Comunidad Inti Wara Yassi (CIWY), ONG contra la destrucción del medio ambiente, estima que podrían haber uno o dos jaguares: “En teoría, necesitan hasta 100 kms cuadrados, obviamente puede variar —y se han encontrado que algunos territorios pueden cruzarse—; pero no estamos hablando de un terreno de sólo bosque, porque el área de cultivo no les sirve para nada, porque están totalmente expuestos, no tienes sombra y casi no hay presas ahí”, analiza.

Y el guía, Mauricio, advierte: “Lo normal, en casi toda su distribución, es que el instinto del animal es evitarnos”, aunque “a veces se van caminando, o corriendo” cerca de los caminos.

Así que la tarea no es fácil.

El caminero, como su nombre lo sugiere, suele encontrárselo en los caminos. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Llegando, el inicio es alentador: varias aves rapaces de distintas especies, como una joven águila negra (Buteogallus urubitinga) o el aguilucho caminero (Rupornis magnirostris), se posan en las ramas más altas tras el mediodía. Su presencia abundante es señal de que la comida no escasea, según Mauricio. En la entrada, un hombre asegura que hace un rato anduvo merodeando una osa hormiguera (Myrmecophaga tridactyla), a la que ha visto cargando a una cría en su lomo. Sobre una acequia, posado en una rama, un jacamar cola rufa (Galbula rufacauda), de pico largo y delgado, de cabeza esmeralda y cuerpo cobrizo, se zampa un insecto no mucho más pequeño que él.

Perezoso de tres dedos tras despertarse de una siesta. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Al avanzar, junto al camino que bordea un canal artificial, se ven decenas de garzas cigüeñas, yecos, martines pescadores e íbices de variadas especies y tamaños. Un perezoso de tres dedos (Bradypus variegatus) reposa en uno de sus árboles favoritos, un ambay, sobre los que pueden permanecer sin bajar durante una semana o más. Casi lo único que podría ponerlos inquietos es una suerte de silbido, imitar la vocalización del águila arpía (Harpia harpyja), su principal depredador, prácticamente extinta en este sector.

Ya en el campamento, sobre los pastizales forrajean aves negras, conocidos como “tojos” (Psarocolius decumanus), que al volar despliegan una larga cola amarilla; mientras unos pirinchos (Guira guira) atrapan ranitas y lagartijas para comérselas en lo alto de un árbol.

Un pequén boliviano resguarda su madriguera junto a su pareja. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Al recorrer en vehículo, despacio, a 10 kms/hrn, los caminos de la propiedad con la esperanza de cruzarnos con el gran félido sudamericano, abundan entre los arbustos bandadas de aves como el mauri común (Crotophaga ani), parlanchinas parabas (o guacamayos), e incluso grupos de ñandúes (Rhea americana) que forrajean y corren por los terrenos abiertos que han colonizado por la deforestación, al ser aves adaptadas a los llanos. Uno que otro solitario ciervo de los pantanos (Blastocerus dichotomus), con sus largas patas y orejas, turna su mirada para pastar y vigilar si hay alguna amenaza. Mauricio comenta que acá casi no ven pumas (Puma concolor) —alrededor de tres individuos al año—, porque “obviamente si se encuentran con jaguar no les va bien”, supone aludiendo a la competencia entre depredadores tope.

Garzas grandes (Ardea alba) y caranchos (Caracara plancus) se posan detrás de la tierra arada por los tractores en busca de bichitos para comer.

Lo pirinchos atrapan anfibios y reptiles y se los comen en los árboles. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

—Este es uno de sus peaks de actividad —advierte sobre el horario del “tigre”—: Las 5 de la tarde.

Junto a un canal, unos que no andan tan confiados son una familia de capibaras (Hydrochoerus hydrochaeris) que permanecen quietos ante nuestra presencia. Luego los más pequeños se ocultan en la verde vegetación, bajo la custodia de los adultos que suelen aplicar una crianza comunitaria. Alguno que otro yabirú (Jabiru mycteria), la cigüeña más grande del mundo, marca su presencia en las aguas más abiertas. Los yacarés (Caiman yacare) se pasean bajo la superficie asomando sólo ojos y nariz.

Eventualmente, ya sea volando solitaria en lo alto o acompañada de cigüeñas y garzas, aparece una espátula rosada (Platalea ajaja).

Un clan de capibaras sociabiliza junto al agua. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Con el anochecer, los mosquitos se vuelven más intensos, y también aparecen polillas, saltamontes verdes y escarabajos negros y amarillentos atraídos por las luces del vehículo. “Los animales empiezan a mover sus patas y colas”, comenta Mauricio, “se nota que no le gustan los mosquitos”. Es buena hora para, con algo de suerte, toparse con algún jaguar.

Un par de perezosos, envueltos sobre sí mismos como madejas de lana, duermen adosados a las copas de los árboles. Sobre el cableado eléctrico, descansa un búho listado (Asio clamator) con un plumaje en “v” que parece unas cejas furiosas. En el suelo, una pareja de pequenes, conocidos acá como chiñis (Athene cunicularia), hace guardia afuera de su madriguera. A campo traviesa, se desplaza un zorro de patas negras o cangrejero (Cerdocyon thous); y minutos después, una pareja de la misma especie corre en busca de no sé qué, mientras la linterna alumbra sus brillantes pares de ojos. Uno que otro “atajacaminos” (“gallinitas ciegas” en Chile) despega del tierroso camino, ondulante, cuando nos acercamos.

El búho listado se lo considera una especie silenciosa, pero no por eso menos llamativa. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

De jaguares, sólo huellas salpicadas por el campo. “Son una buena forma de saber si está presente”, plantea Ángela Núñez. “Pero también tienes que saber si el jaguar tiene lo necesario para sobrevivir: agua, la vegetación suficiente para poder esconderse y la cantidad de presas: los principales recursos que habría que verificar”. De hecho, “muchas veces la presencia del jaguar nos muestra que el ecosistema está saludable”, destaca.

No lo encontramos, esta noche al menos.

Antes de dormir, entre el murmullo de los grillos y los vuelos acrobáticos de los murciélagos, resuena el agudo chillido de una lechuza (Tylo alba) en el campamento.

Ojos luminosos

Partimos cerca de las 6 A.M. Pronto amanecerá. A poco andar, a unos cien metros, uno, y luego dos puntitos brillantes se dejan ver a un costado del camino junto a un parche de bosque. Mauricio es cauteloso, conserva la calma. Esos dos lejanos puntos, esos ojos, avanzan despacio hacia nosotros. Bajamos de la camioneta, sin apuro, al encuentro. Parece pequeño, ¿o no? No termino de creerme que ese ser se nos esté acercando, así, tan tranquilo.

—Si tienen vegetación cerca se sienten protegidos —destaca el biólogo sobre los felinos—. Qué inteligentes son.

Al alumbrarlo con la linterna, pues sí, es un felino: un ocelote (Leopardus pardalis) efectivamente, bastante confiado para el común de los de su estirpe, porque se sienta un momento a observarnos y luego se mete entre el follaje seguido por la luz de la linterna. Desaparece. “Seguro que era ocelote, no hay duda”, remarca el guía. Me consta. Volvemos al 4x4 y seguimos.

Ocelote en el zoológico de Santa Cruz, como el observado durante la noche en la hacienda. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Al escoger una dirección y virar por uno entre los varios caminos de la propiedad, Mauricio reflexiona: “Esto de las decisiones es como la vida misma”, porque entra en juego la fortuna y las corazonadas: el “tigre” puede estar justo en el sentido contrario al que seguimos y, por una determinación media azarosa y visceral, nuestros trazos eventualmente se cruzan. O no. “De que están aquí, están”, analiza. “¿Cerca de cuántos habremos pasado? Seguro que de varios”.

Ya en el mismo canal de la tarde anterior, comienzan a cruzar otra vez los capibaras. Esta vez hay una mamá con su hijo, que se muestran tranquilos ante nosotros, pastando y seguidos muy de cerca por una garza (Egretta thula), un caracara (Milvago chimachima) y un picabuey (Machetornis rixosa) que intentan sacar algún bicho de los cuerpos de estos portentosos roedores. Otro carpincho nada reposadamente y deja ver sólo parte de su cabeza, nariz y ojos; ni se inmuta al vernos, mientras la madre y su cría se esconden aceleradas en la vegetación cuando nos ven muy cerca. Se sumergen. También están dentro de la dieta “frecuente” del jaguar, comenta Da Silva. “En general, donde esté tiene bastante relación con el agua; probablemente no es de las principales, pero es parte de su dieta”.

Un pequeño capibara custodiado de cerca por un picabuey. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Al otro lado del camino se ve uno que otro solitario ciervo y grupitos de ñandúes; y más cerca, también salta una pareja de agutíes o jochis (Dasyprocta punctata), de llamativas orejas rojizas, lejanos parientes terrestres —y bastante más pequeños— de los carpinchos, siendo parte del gran grupo de los “histricomorfos del Nuevo Mundo”.

Del jaguar, permanece la esperanza de que se asome del bosque, entre unos troncos derribados. Recién son las 8 A.M, hace poco amaneció. Estos grandes félidos suelen llevar una vida crepuscular, mientras que — según advierte Mauricio— en entornos frecuentados por el ser humano tienden a volverse más nocturnos. Al menos en teoría.

“No sólo los jaguares, sino otros animales que habitan áreas urbanizadas o con presencia humana, tienden a mantener sus hábitos más nocturnos, cuando los humanos duermen”, complementa Da Silva. “El día es bien caliente en esta áreas, y eso también los mantiene así, igual que a sus presas”.

El integrante de una pareja de jochis, algo emparentados con los capibaras. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Ya de vuelta al campamento, a lo lejos, sólo nos topamos con un ciervo más pequeño, “guaso” (Mazama americana) le dicen.

Aparentemente, las potenciales presas no escasean.

Descansamos un rato. Salimos de nuevo por otro trayecto y nos topamos con una zanja con agua de lluvia. Mauricio intenta cruzar con el 4x4 y nos quedamos “plantados” en el barro. Habrá que retomar más tarde. Así son las cosas acá, siempre aparece algún contratiempo; y es que los caminos funcionan de “defensivos” para que el agua pase (o no) de un lado a otro y así inundar por sector las plantaciones, por lo que son bastante vulnerables.

Seguimos buscando cerca de otros claros de bosque junto al camino y a distintas acequias. Monos aulladores bolivianos (Alouatta sara) marcan su presencia en los árboles con su pelaje rojizo. Emiten una vocalización que inicialmente es parecida a las del jaguar. Son, a la rápida, confundibles. A esta hora de la tarde ya es fácil ver yacarés que, hacinados en un pozón de agua, hacen vibrar la superficie con sus cuerpos y colas. Con sus garras aferradas a la punta de una gruesa rama, un gavilán sabanero (Buteogallus meridionalis) permanece con la mirada fija hacia el horizonte. Luego despega.

Gavilán sabanero perchado sobre una rama. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Mauricio plantea que los “lagartos” son la principal presa del jaguar en la zona. “Caza lo que encuentra, es generalista”, observa Núñez, “se alimenta de presas grandes y también pequeñas”. Según dice, se han identificado más de 85 especies distintas de presa: “Si ve un caimán, se lo va a comer, igual que un jochi, mono o venado”. Da Silva, en tanto, precisa que la depredación de este aligator se da especialmente en el Pantanal: “Se inunda, la mitad del año está bajo el agua, y el jaguar se ha adaptado para tener presas todo el año, y por eso ahí es de sus favoritas”; en tanto, el bosque chiquitano pasa menos meses sumergido: “Seguramente cazan caimanes a veces, pero probablemente no es es uno de sus presas principales”, opina.

Atardece y, no lejos, en el cielo se ve cómo se acerca una intensa, aunque breve, tormenta hacia nosotros, a la hacienda. Es un enorme manchón gris. Esperamos que no nos pase por encima. Que no sea muy fuerte.

Yacaré descansa a la orilla del agua. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Seguimos, ya al borde de una plantación de teca y, del otro lado, un perezoso está encumbrado en una rama como una bandera en un asta. Avanzamos y, de pronto, una voluminosa silueta se asoma entre los árboles. Muy grande. Es un tapir (Tapirus terrestris). A pesar de su tamaño, es un animal muy tímido. Con una vista débil, aunque con un gran olfato, apenas logra percibir nuestra presencia, cuando parecía que se animaba a cruzar el camino, se escabulle raudo: da media vuelta y se mete otra vez entre la vegetación casi sin ruido. No lo volvemos a ver. Sobre si los jaguares cazan tapires, Mauricio dice: “No es muy común, pero a veces lo hacen”, y Da Silva coincide: “Está registrado como parte de su dieta, tampoco de sus principales; pero consumen”.

Un tapir apareció cuando ya casi era de noche y a punto de llover. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Se desata la lluvia, fuerte. En un par de minutos el camino se vuelve muy resbaladizo. Debemos esperar en el vehículo a que se pase el chaparrón y que se pueda transitar. Anochece. El auto patina, se desliza como sobre un hielo. La búsqueda deberá esperar. Hasta mañana.

Huellas frescas

El tercer día arrancamos más temprano a las 4 A.M., honestamente, algo ansiosos de toparnos (otra vez) con el nocturno ocelote y, con fortuna, tomarle alguna foto. Sus ojos brillan en lo oscuro, pero también con la linterna y focos se encienden las miradas de los atajacaminos (“cuyabos” también) y de los zorros, fenómeno que delata la gran visión nocturna de estos animales. Entre medio de esos confusos destellos, se logra distinguir, con ayuda de binoculares, la mirada de este felino, según asegura Mauricio. Pero esta vez el encuentro es breve, lejano.

Ya entrados en la mañana, ya derechamente tras el “tigre”, esta transcurre sin mayores sobresaltos, más allá de algunas siluetas que a la distancia resultan engañosas, como de parejas de carpinchos o de distintas especies de “pavas”.

Una pareja de guacamayos ( o parabas) vuela ruidosamente con la mañana. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

—¡Ajjj! —exclama él tras cerciorarse que no se trata de un jaguar ninguna de esas lejanas figuras en el horizonte —... Un grupo de pavas… Era un buen lugar —lamenta.

Una pareja de yabirúes arma su nido en lo alto de un árbol, en el que aterrizan tras sobrevolarlo con sus entallados cuerpos y cargando en sus picos pastos y ramas secas que usan de materia prima para cobijar a sus futuros polluelos. Parabas rojas (Ara chloropterus), azules (A. ararauna) y verdes (A. severus), las más pequeñas, pasan por encima nuestro cotorreando con un vuelo rápido, como si comentaran una urgencia mientras van hacia ella. Un joco colorado o “garza tigre” (Tigrisoma lineatum) se zampa un pez en la orilla de una estanque. Un gavilán de collar negro (Busarellus nigrocollis) vigila aferrado a la punta de una rama seca. Entre unos árboles deshojados se trasladan unos monos ardilla (Saimiri boliviensis) y capuchinos (Sapajus cay), dos especies que —según el guía— suelen mezclarse en mixtas tropillas.

Una joven "garza tigre" se alimenta en la orilla de un pozón. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Hacia el mediodía, como una parte del camino está cortada, continuamos a pie hacia otro sitio, donde nos encontramos en medio de la tierra mojada. Hay enterradas algunas huellas, grandes, de cuatro dedos y uñas retráctiles. Lucen bastante frescas, según Mauricio. Son de jaguar:

—Esas deben ser de esta mañana —supone.

“Es uno de los felinos en el mundo que tienen una relación bien cercana con el agua”, remarca Da Silva, “es súper buen nadador”. Por lo mismo, “es fácil encontrar huellas en suelo húmedo, cerca de los ríos u otros cuerpos de agua”, dice.

Huellas de jaguar marcadas en el barro seco. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Seguimos por un largo sendero que corre junto a un extenso tranque, en la que incluso nadan algunos delfines rosados (Inia boliviensis), o “bufeos”, que, cada tanto, emergen con estruendosas bocanadas de aire asomando su dorso y, con mucha suerte, una parte de su cabeza. Pero además, como el sol ya quema, decenas de yacarés reposan en la orilla para hacerse de energía; uno de ellos incluso tiene un resto de pescado en su hocico abierto y quieto, conservando su almuerzo para más tarde. También descansan un par de tortugas conviviendo con los “lagartos”. Estas también forman parte de la dieta del jaguar, las del género Geochelone, “porque tiene la mordida más fuerte dentro de todos los felinos, así que incluso pueden perforarle el caparazón”, destaca Núñez.

Aunque son más bien crepusculares, esta es la hora que los jaguares tienen para intentar hacerse de algún yacaré desprevenido, explica Mauricio.

Yacaré toma sol con un pedazo de carne esperando. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Tras más de media hora de espera, parece que, al menos acá, no. Ninguno se asoma de entre el bosque.

Hacia la tarde, cerca, entre juncos y aguas detenidas, está lleno de marcas de pata de ”tigre” en barro seco.

—Así suele ser, encontramos huellas —dice el guía—, pero para encontrarlos hay que tener suerte. Quedémonos acá. No había en ningún otro lado tanta huella.

Distintas especies, de variados colores, se dejan ver en el cielo o posados en alturas seguras. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Y permanecemos ahí, en silencio. Aparece un capibara dentro de los pastizales. Arriba, en unos árboles, descansan unos monos aulladores. Mauricio no deja de mascar coca para amortiguar el cansancio, y capaz la ansiedad. Damos largas vueltas por los caminos de la estancia. Yabirués patrullan los campos. Eventualmente en las orillas de las islas de bosque se dejan ver grupos familiares de coatíes (Nasua nasua), que rápidamente se esconden. Entre medio de unas plantaciones, un pecarí se desplaza, sin compañía, de un lado a otro y luego se pierde entre las plantas quién sabe hacia dónde. En esta zona la “presa favorita” de los jaguares son los “chanchitos de monte”, asegura Nuñez, y Da Silva coincide en base a los estudios que se han realizado sobre su dieta: “Los principales son los chanchos, los ‘troperos’ (Tayassu pecari)”, dice, aunque los “chancho de tropa” —que arman manadas de decenas de individuos— no se encuentran “en todos lados, porque necesitan bosques bien sanos para estar”. Pero hay otras especies, como los “de collar” (Dicotyles tajacu), “que son bien parecidos, pero hacen grupos más pequeñitos y andan más solitos”.

Un yabirú, la cigüeña más grande del mundo patrullando la zona. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Junto con la intensidad de los mosquitos, algunas libélulas se los comen y ayudan a evitar picadas.

Cae la noche. De pie en medio del camino, tras revisar en distintas direcciones hacia el horizonte buscando una silueta felina, Mauricio se resigna, de pie, en medio de la inmensidad:

—Vámonos —dice—, no apareció —. Y da media vuelta.

Zorro de patas negras en medio de la oscuridad. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

De vuelta al campamento, aparece un zorro que se nos queda mirando.

Los trabajadores agrícolas del campo bajan de su camión para sentarse a pescar en un canal. Mañana nuevamente lo intentaremos antes que amanezca. Es el último día. Queda una chance.

¡¿Qué fue eso?!

El inicio es a las 4 A.M., más temprano que las jornadas pasadas. Mauricio recorre y lleva un sensor térmico para ayudar a distinguir a los animales nocturnos. Como en los otros días, vemos gallinitas ciegas y zorros. Continuamos. Llegamos a un sitio donde en el agua brillan, anaranjados, los ojos de los yacarés asomados a la superficie. Bajamos del auto. Con ayuda del sensor, Mauricio cree ver algo: una figura más voluminosa de las ya acostumbradas. Decide que nos acerquemos, a pesar de que los mosquitos están peor que nunca, y hasta nos zumban en los oídos. Tiene una corazonada. Perseveramos. La figura en cuestión desaparece.

Está seguro de que era un jaguar o un tapir. Son las únicas dos posibilidades en este ambiente, por el tamaño. Aunque cree que lo más probable es que se trate del herbívoro:

—Parecía un tapir por cómo caminaba —concluye—, pero bueno, quién sabe...

Pareja de zorros cangrejeros (o de patas negras) se escabulle entre los matorrales. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Ya cerca del final, junto a un canal, nos bajamos para “estirar las piernas”. Mauricio observa a través de los binoculares. A propósito de los tres años que lleva como guía avistador de la P. onca, asegura que su “emoción de ver jaguar sigue intacta”, a pesar de que, por ejemplo durante el 2024, vio individuos de este felino en todos los viajes que realizó. Cada uno de esos encuentros, al menos para sus adentros, lo dejó boquiabierto. Y se nota.

De pronto, distraídamente, mientras miro el agua, en la orilla de un canal, noto un largo cuerpo —más grande que el de un capibara—, moteado, más bien mostaza; aparentemente empapado, pareciera asomarse o está recién salido del agua. No estoy seguro. Pero de inmediato pienso: “¡Un jaguar!”. Me emociono y aviso a Mauricio en silencio para que se acerque. Luego intento fotografiar a aquel presunto felino para cerciorarme. Aún está amaneciendo y está entre los matorrales; la imagen me resulta difusa. Intento enfocar. Pero ya es tarde. Se ha ido. Me quedo con la sensación de que ahí estaba. Pero no vi su rostro. Dudo. Dudo y por dentro me lamento durante un buen rato. Ya más tarde me lo tomaré con humor. Supongo.

Con la descripción que le doy, el guía entrega su opinión: dice que durante las últimas semanas se ha visto a una jaguar deambulando por esta área. “Lo ‘malo’ de esta hembra es que es muy tímida porque es jovencita”, advierte. Piensa que podría ser ella.

Los ñandúes o "pillos" cada vez son más frecuenten en zonas donde se ha perdido bosque. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Un poco más adelante, en un pastizal, un montón de jotes de cabeza negra (Coragyps atratus) se aglomeran sobre lo que parece una presa de buen tamaño; por la altura de la vegetación, no alcanzamos a ver aquel cuerpo. Mauricio supone que un jaguar cazó, hace sólo algunas horas, durante la tarde o la noche, y que recién abandonó la carne y se fue a descansar, a digerir. Aparentemente, las carroñeras acaban de abalanzarse sobre lo que queda. Ha comenzado su banquete.

Volvemos al auto y, otra vez, como en tantas ocasiones durante estos días, nos preguntamos: “¿Dónde andará el jaguar? ¿Qué tan cerca está? ¿Qué tan cerca estuvimos?”.

Nos marchamos ya con el sol encima nuestro.

Sigo intrigado con qué fue lo que vi. Hasta me cuestiono si fue una suerte de ilusión. Con los días, pienso, con cierta certeza, que pudo ser un ocelote, uno de gran tamaño. Me quedo sin la certeza. Al menos, tengo la duda, que me inquieta y que, siendo positivo, es una forma de esperanza. No lo sé, puede ser.

Ciervo de los pantanos mueve sus orejas de manera independiente. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Cautivos

Ya de regreso en la ciudad, en el Zoológico Municipal de Santa Cruz, donde sólo reside fauna nativa boliviana, entre osos hormigueros zopilotes reales, águila arpía y una serie de felinos —ocelotes, margay, jaguarundi, puma y gato del pajonal—, hay cinco jaguares en diferentes recintos. Todos llegaron por razones asociadas a la caza ilegal.

En una de las jaulas de unos cuantos metros, una jaguar luce más activa pasado el mediodía tras una aparente siesta: dormita, bosteza, me mira, se distrae y luego se levanta para darse una vuelta y volver a echarse junto a una pequeña piscina de la que toma agua, curvando su cuello, ya nuevamente recostada.

Le pusieron “Princesa”, de once años, siendo una víctima colateral de la cacería furtiva: “Cazaron a su mamá y quedó ella, la hija”, cuenta Pablo Ulloa, veterinario a cargo del área de mastozoología. “Es la misma historia de todos los pumas y jaguares que entran a cautiverio”, lamenta. La recibieron acá en el 2024, en junio, ya adulta, proveniente del bioparque Play Land Parken, en las afueras de la ciudad, ya que un macho, con el que había tenido una cría, se escapó y mató a un cuidador. Tras el fatal incidente, aquel centro se cerró, así que “tuvimos que dar apoyo y acá teníamos espacio para ‘Princesa’ y ‘Masha’, su hija”, relata.

Muchos jaguares terminan en zoológicos por razones asociadas al tráfico ilegal. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Según Ulloa, machos y hembras pueden convivir en un mismo espacio, pero el varón debe estar castrado. De lo contrario, no habría chance de que compartieran, tampoco en la vida silvestre. “Están juntos por el periodo reproductivo, luego la madre se queda con las crías y prácticamente expulsa al macho, que muchas veces, por competencia, puede matar a las crías”, advierte Núñez.

De momento, “Princesa” pasa el día en un espacio más amplio, mientras “Joaquín”, un ejemplar enorme, de 93 kilos, permanece en un área “de manejo”, y todos los días los intercambian de sector —según explica Ulloa—, “porque están en un proceso de asociación para estar juntos”.

“Al menos no estarán solos”, pienso, ahí, sentado, entre las jaulas, en medio de la ciudad.

En peligro

En el 2022, Ángela Núñez fue durante cinco días con Nicks Adventures a la misma hacienda, donde vio una veintena de especies de mamíferos: “Me ha sorprendido, y que son muy difíciles de ver”, destaca.” Me ha impresionado”. Entre ellas, mientras iban en vehículo, vivió cuatro encuentros con jaguares, que caminaban hacia hileras de bosque. Incluso se encontró con una pareja. “No pudimos diferenciar si eran distintos individuos”, relata. “No pudimos ni sacarles buenas fotografías”, porque “como que te sorprenden”.

Sin embargo, al observarlos, la bióloga también pensó algo que la dejó “muy sensible”, y es que, a pesar de ser el mayor felino americano, los sintió “muy vulnerables”, porque “no escapan inmediatamente; si bien no para tomar una excelente fotografía, pero tampoco tan rápido, entonces tal vez un cazador podría perfectamente dispararles”, reflexiona. “Había unos segundos que se nos quedaban mirando y se entraban” al bosque.

En sus encuentros, Núñez también asegura haber tenido “sentimientos encontrados, porque, si bien estás feliz o emocionado de ver un jaguar” también puede tratarse de “un ambiente que no le brinda todo lo que realmente necesita para sobrevivir en vida silvestre”. E incluso especula: “Tal vez el hecho de que tú no hayas logrado ver en esta ocasión, ya nos está dando una respuesta de que probablemente han buscado un lugar mejor para sobrevivir”.

El jaguar está ahora en peligro en Bolivia. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Se estima que en Bolivia sobreviven en libertad entre 6 y 7 mil individuos. Núñez y Mariana Da Silva coinciden en que la principal amenaza de la especie “es la destrucción de su hábitat en toda su área de distribución, sobre todo en la Amazonía, no sólo en Brasil, también en Bolivia”, según sintetiza Da Silva. En tanto, Núñez complementa que en haciendas como estas quedan “galerías de bosque”, más bien angostas, por lo que “un jaguar puede estar ahí, se podrá esconder un momento; pero no más”. Y a ello se suma que, en casos de cultivos como los de soya, eventualmente se utilizan “agroquímicos muy fuertes”, lo que “prácticamente envenena el agua, el suelo y el aire”. Eso sí, admite que en Bolivia faltan estudios formales que den certezas sobre los efectos que tendrían los fumigados en la salud de la fauna local.

El problema de la falta de hábitat se cruza con otros dos que, a su vez, se entrelazan entre sí y tienen hoy a la especie pasando de “Vulnerable” a declarada en “En Peligro” en la nueva versión del Libro Rojo de la Fauna Silvestre de Vertebrados de Bolivia.

Si bien, en el mejor de los casos, en estas estancias podría haber menos caza de jaguares al tratarse de una zona agrícola, “en otros lugares la ganadería es la actividad más fuerte y expansiva”, advierte Núñez. “Ahí se da este conflicto muy fuerte”.

Con frecuencias los jaguares deben adaptarse a zonas impactadas moldeadas por la agricultura. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Da Silva, en tanto, retrata que “la gente percibe al jaguar como una amenaza, que muchas veces puede ser real, otras solamente potencial; pero lo matan igual, a pesar de que el ganado puede tener mayor mortalidad por otras causas”.

A esta cacería por represalia se suma el “incentivo” del tráfico ilegal de fauna silvestre, ya que se puede vender el cuerpo del felino, desde su piel hasta sus dientes, partes que muchas veces entran al mercado negro. De hecho, la bióloga de la Wildlife Conservation Society remarca que este problema se ha vuelto una “amenaza prioritaria” durante la última década en Bolivia: “Cientos de jaguares han salido del país hacia Asia, principalmente por sus colmillos”, sintetiza. “Tenemos bastante evidencia de que es bien preocupante”.

En China, los colmillos del jaguar han despertado interés como una pieza de estatus y de supuesta utilidad en la medicina, según explica Núñez, ya que estaría sustituyendo al casi extinto tigre de Amoy (Panthera tigris amoyensis), y que incluso los compradores desconocerían realmente de qué felino son realmente esos dientes, según el documental Tigre Gente (2021).

El mercado asiático se ha interesado hace ya años en los colmillos de jaguar. FOTO: Guido Macari Guido Macari

Como sea, el jaguar persevera y, al norte de La Paz, en el departamento amazónico de Pando tendría sus poblaciones más densas, “pero, por las características de los bosques, densos, es bien difícil ver un jaguar”, plantea Da Silva. Núñez, en tanto, piensa que el Parque Nacional Kaa Iya, en el Chaco boliviano, es un gran lugar para avistar a la especie: “Como la vegetación es un poco espinosa, es difícil para los jaguares moverse ahí dentro, analiza, así que “se mueven por las zonas que se han abierto de camino para los humanos dentro del área”.

Y Da Silva opina: “El mejor lugar para ver jaguar en Bolivia yo creo que es por donde has estado”. Dice que es una “buena época” para encontrarse con alguno, porque ya quedó atrás la temporada de lluvias, las tierras están menos inundadas, y los animales —depredadores y presas— se concentran en ciertos sectores donde dispongan de agua.

—Especulando, ¿por qué nosotros no logramos ver algún jaguar en cuatro días? —pregunto.

—Mayo y junio han estado más lluviosos, lo que pudo haber influido también —supone Da Silva—. O realmente es suerte nomás.

Una jaguar en el zoológico de Santa Cruz. FOTO: Guido Macari Guido Macari Marimón

Un encuentro

Cuatro días después, desde misma la hacienda en el departamento de Santa Cruz, Mauricio me informa por teléfono: “Ya aparecieron jaguares por aquí”. Cuenta que prácticamente todos los encuentros fueron bastante fugaces, pero hubo un individuo que estaba “bastante tranquilo”. Ya lo habían visto otras veces. En esta ocasión reposaba al borde un canal, entre vivas hojas y ramas secas, un macho, viejo y fornido, ciego de ojo, con un rostro esculpido, curtido por su propia historia, por cacerías, batallas, territorios ganados y perdidos. Iluminado por el sol, mira a la cámara. Aunque permanece echado, luce sus garras, retráctiles, aún afiladas y expectantes.

Permanece ahí unos diez minutos, quizá menos, hasta que se levanta y, pausado, se pierde en la espesura del verdor.

El jaguar de varios años reposa cerca del agua. FOTO: Mauricio Peñaranda Mauricio Peñaranda
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