Asistir hoy a un concierto de Guns N’ Roses es, ante todo, un ejercicio de nostalgia.

Lo que sucede sobre el escenario no es solo una exhibición de riffs reconocibles y solos con fuerza musical como la de antaño, sino también la materialización de una historia que marcó a toda una generación.

Su despliegue es un rescate de aquello que nació en la euforia de Los Ángeles, explotó con Appetite for Destruction (1987), se expandió con los dos Use Your Illusion (1991) y luego se diluyó entre silencios, egos, separaciones y un largo letargo que se extendió por más de una década.

Por como dice el dicho, el tiempo también puede sanar cualquier herida y verlos hoy es abrazar una cita con los fantasmas del pasado, pero sin los excesos del ayer.

Por supuesto, con el paso del tiempo, Axl Rose ya no tiene aquella voz que lo transformó en un estandarte del hard rock. Su rango vocal es más limitado y contenido, instalándose como la mejor señal del paso del tiempo.

Pero aunque el vocalista ya no alcanza su cota más alta, su presencia escénica conserva ese magnetismo inconfundible propio de una estrella.

Aquello explica que siga siendo el eje de un espectáculo que, aunque consciente de sus limitaciones, mantiene intacto el espíritu de los Guns: con desplante, gran técnica instrumental y una energía sin pausa.

Eso último se hizo notar desde el primer acorde de Welcome to the Jungle, cuando el público reaccionó como si se tratara de algo más que el inicio de un simple concierto.

En las primeras filas de la cancha preferencial, la más cercana al escenario, casi todos se abalanzaron hacia adelante: saltando, gritando, girando, perdiendo cosas y, por supuesto, coreando cada palabra de aquella emblemática canción.

Con ello, la banda abrió con fuerza, desatando un rugido colectivo que hizo temblar el parque ubicado al fondo del Estadio Nacional. Aquél fue un inicio estridente, una sacudida que devolvió a miles a los días en que el rock aún olía a peligro y juventud.

A partir de ahí, y durante más de dos horas y media, el repertorio navegó por los grandes himnos de la era dorada que generaron mayor euforia y conexión emocional.

Los clásicos de Appetite for Destruction y Use Your Illusion dominaron el setlist desde el comienzo, con temas como Mr. Brownstone, Rocket Queen, Estranged y, por supuesto, Don’t Cry.

Esos eran los momentos para viajar en el tiempo y disfrutar al máximo del trayecto, como si avanzáramos a bordo de un DeLorean hecho de música. Una travesía que, por cierto, los fanáticos abrazaron con devoción de principio a fin.

Reflejo de ello fueron los coros cuando llegó la hora del clásico cover de Live and Let Die, con Slash y Duff McKagan adueñándose del escenario. Aunque la versión no tuvo la pirotecnia ni la teatralidad de los shows contemporáneos de Paul McCartney, sí conservó la esencia que siempre caracterizó a este recordada revisión.

En esa línea, el repertorio también incluyó guiños a otros artistas, propio de una banda responsable de un disco como The Spaghetti Incident?.

Ahí estuvieron temas celebrados como Knockin’ on Heaven’s Door, el clásico cover de Bob Dylan, o el sólido homenaje a Black Sabbath con el memorable metal de Sabbath Bloody Sabbath.

En esa última instancia, el llamado de Axl para corear “¡Ozzy, Ozzy, Ozzy!” no tuvo una respuesta tan efusiva, pero de todas formas fue reflejo de lo que siempre ha querido proponer la banda en su repertorio que no toca una sola tecla.

Asimismo, aquellas también fueron instancias que recordaron que, más allá del mito, la banda sigue encontrando espacio para divertirse y rendir tributo a sus raíces. Muestra de aquello también son los varios y aplaudidos momentos de protagonismo de Slash, reflejo de un ícono absoluto del rock que trasciende generaciones.

En todo eso, el sonido en general fue sólido, la cadencia de temas fue muy bien escogida y la banda mostró una química que equilibra oficio y vitalidad. El cierre, plagado de éxitos, simplemente fueron el corolario para una convocatoria de ese tipo.

Pero tampoco es menor que, a pesar de que el foco siempre está en los miembros clásicos, el trabajo de Richard Fortus, Melissa Reese e Isaac Carpenter —la gran novedad en la batería— a lo largo de la noche aportó la textura necesaria para que todo lo previamente mencionado sonara compacto y moderno, sin perder la crudeza original.

Por supuesto, en todo eso los Guns N’ Roses ya no están reinventando nada. Simplemente celebran su propia historia que los convirtió en leyenda. Pero aceptando que los tiempos de máxima gloria ya quedaron atrás, igual demuestran que aún pueden convocar con pasión a quienes alguna vez creyeron que el rock podía cambiarlo todo.