Crítica de cine: La Máquina, el golpe más humano de Dwayne Johnson
La Roca abandona el piloto automático en este drama deportivo dirigido por Benny Safdie, sacándolo de su zona de confort para explorar las fisuras de un ídolo hecho a golpes.
Durante años, Dwayne Johnson se transformó en una marca: el héroe inquebrantable, musculoso, simpático y, por supuesto, previsible.
Desde su irrupción en Hollywood, el exluchador de la WWE cimentó su carrera en dos registros: la acción desbordante o la comedia familiar, donde su corpulencia se oponía a una ternura medida.
Ambas facetas funcionaban como prolongaciones de su imagen pública: la del tipo duro pero amable, disciplinado hasta la obsesión y tan impecable que resultaba inofensivo.
Esa consistencia, sin embargo, acabó por volverse una cárcel. Desde Fast Five, salvo lo que hizo en la comedia negra Pain & Gain, el actor se instaló en un terreno de personajes intercambiables, construidos en torno a la fuerza física más que a la propia humanidad.
La Máquina, su nueva película, rompe con esa rutina. Bajo la dirección en solitario de Benny Safdie, Johnson interpreta a Mark Kerr, pionero de las artes marciales mixtas, en un relato que combina la brutalidad del deporte con la fragilidad emocional de quien lo encarna.
Safdie adapta el documental The Smashing Machine de John Hyams desde un prisma dramatizado más íntimo. Filmada con una mezcla de formatos, la película fluctúa visualmente entre la épica y la descomposición propia de un hombre que toma malas decisiones y tiene dificultades para enfrentar a sus demonios.
Al comienzo, Kerr parece imparable: invicto, idolatrado y entregado al éxtasis del triunfo. Sin embargo, la caída —como dice Johnson— se huele mientras se va cocinando.
El relato a partir de ahí avanza en un vaivén de viajes entre Estados Unidos y Japón, con noches de triunfo seguidas de amaneceres sin propósito. Esa circularidad es tanto un reflejo de la vida de Kerr como una decisión narrativa que explora la autodestrucción reforzada por los problemas con las sustancias que calman el dolor físico a costa de la adicción.
En ese escenario, gran parte de la película se sostiene, obviamente, en la fisicidad de Johnson. Lejos de la postura heroica, su interpretación construye a un hombre que controla cada gesto como si temiera que saliera a la luz una vulnerabilidad impropia de una máquina de golpear.
Sus miradas, los planos cerrados en su rostro e inclusive su forma de hablar dejan entrever las grietas que hay detrás, logrando un trabajo que saca a la luz lo que el actor insinuó en sus primeros papeles, como la olvidada comedia Be Cool.
Es decir, cuando su carisma aún no estaba regimentado por el gigantesco marketing creado por y para su figura electrizante.
Ante esa base, la presencia de Emily Blunt como Dawn, la pareja de Kerr, introduce el contrapunto emocional y una de las cruces de la película. Su personaje, atrapado entre la devoción y la frustración, canaliza el peso de convivir con un hombre incapaz de detener su propia caída.
Aunque Blunt dota de humanidad a un rol que en otros dramas deportivos se reduce al estereotipo de la mujer sufrida o controladora, la historia no logra instalarla del todo como el complemento de lo que buscan relatar sobre la figura central de La Máquina.
Parte de lo anterior responde también a que la película no aprovecha las oportunidades que tiene por delante en el retrato del entorno competitivo. Ryan Bader, peleador de MMA en la vida real, interpreta a Mark Coleman, amigo y rival de Kerr.
La relación entre ambos insinúa un conflicto más interesante que la historia de amor o las batallas en el ring. Sin embargo, la película no termina de explorar temas como la camaradería, los celos y la dependencia, lo que resiente bastante el desenlace de una historia conocida.
Por un lado, La Máquina destaca por la manera en que el director captura el desgaste físico y emocional de su protagonista. Reflejo de ello es un montaje que alterna explosiones de violencia con largos silencios, reforzando la tensión entre el espectáculo y la trastienda de la soledad fuera del ring para un cuerpo que parece no dar más.
Pero por otro lado, la película peca de un cálculo que deja ver sus limitaciones y hace que se sienta como un Scorsese en versión lite. Safdie, tan hábil para el caos en Uncut Gems, aquí parece controlar demasiado la intensidad que busca hacer relucir a Johnson, perdiendo el foco en el camno. Aunque muchas piezas buscan reivindicarlo como intérprete serio, el control excesivo le resta naturalidad al drama e incluso impide aprovechar por completo la interpretación del hombre conocido como La Roca.
Aun así, el resultado permite a Johnson reconectarse con algo esencial: el riesgo. No el de una acrobacia imposible, sino el de exponerse fuera de sus teclas habituales.
Su Mark Kerr no es un monstruo invencible ni un héroe caído, sino un hombre atrapado en la contradicción entre el control y la autodestrucción. Cuando la película alcanza su clímax, el actor logra un registro que parecía, hasta hace poco, fuera de su alcance.
A la larga, lejos de cualquier celebración o simple réplica que busque capturar un retrato al estilo Rocky, lo más destacado de La Máquina es su capacidad para explorar cómo el éxito puede convertirse en otra forma de dolor.
Y aunque la película no revoluciona el género, al menos sí redefine a su protagonista. Johnson deja de ser por un momento el actor que recaudaba cientos de millones en películas basura para transformarse, por fin, en un actor dispuesto a agrietar su propia imagen. Y aunque La Máquina no alcanza las cotas de lo hecho por Safdie junto a su hermano, logra algo mucho más raro: hacernos mirar al héroe de acción más grande del mundo y ver, al fin, al hombre que sangra debajo.
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