Crítica de cine: Aún estoy aquí y un vacío sin respuestas que remarca por qué no debe olvidarse

Con una sobriedad estremecedora, la película brasileña nominada al Premio Oscar retrata la ausencia forzada como un eco imborrable en la historia de este lado del mundo, explorando el vacío, la incertidumbre y la opresión con una intensidad que golpea como un mazo.

No hay dolor más grande que el causado por la ausencia. Y todo es aún peor si esta es forzada, tal como ocurrió con los detenidos desaparecidos, cuya sangre, derramada en la ignominia, escribió una parte no menor de la historia de todos los países de Sudamérica.

En ese sentido, Aún estoy aquí, la película brasileña nominada en varias categorías de la próxima edición del Premio Oscar, es una tremenda obra que golpea como un mazo al abordar justamente ese vacío, escudriñando en las heridas imborrables causadas por la violencia física y psicológica ejercida por agentes del Estado.

Situada a comienzos de 1971, la película, dirigida por Walter Salles, retrata el ambiente crispado de un Brasil marcado por la tensa calma que se instaló tras el golpe militar de 1964. En medio de un escenario donde no se mueve ni una sola hoja sin que los líderes dictatoriales lo sepan, y donde una simple salida al cine puede terminar en una revisión forzada contra la pared, la vida de la familia Paiva parece avanzar sin mayores sobresaltos.

No solo viven cerca de una idílica playa de Río de Janeiro, sino que también tienen un buen pasar económico, y el núcleo familiar, conformado por los padres y sus cinco hijos, disfruta de las bondades de un verano que recién comienza. Sin embargo, algunas miradas y acciones del padre, Rubén, sugieren que, de alguna forma, no es la blanca paloma que desean los opresores.

De ahí que todo cambia tras una noticia de carácter nacional: el embajador suizo es secuestrado por un sector de la oposición revolucionaria, lo que agudiza la inestabilidad política en el país y provoca que los garantes del orden represivo comiencen a actuar. Es ahí entonces cuando un grupo de agentes de la policía militar, durante la tarde de un feriado, irrumpe en el hogar familiar y pone fin a la paz y la inocencia, bajo la promesa de que Rubén solo tendrá que declarar por un par de horas.

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En todo ese marco, Walter Salles maneja de forma excelente los hilos para ahogar con la opresión, sofocando la esperanza sin necesidad de mostrar secuencias de violencia. Se ven gotas de sangre en el suelo, militares trapeando los pisos manchados y voces en la noche que claman por una esperanza que no se apaga. Pero de fondo también hay sonidos de golpes y órdenes que buscan apagar cualquier luz tras las rejas.

En esa línea, mientras a Eunice inicialmente se le interroga con cordialidad sobre las acciones de su marido y se le pide identificar a los supuestos insurrectos que visitaban su hogar, sus captores rápidamente se despojan de esa fachada y dejan en claro que encontrarán una respuesta, sea cual sea, incluso si la mujer la desconoce.

Por eso Aún estoy aquí alcanza sus momentos de mayor tensión cuando Eunice está tras las rejas, incapaz de reconocer el paso de los días, en un trabajo cinematográfico que logra retratar algo tan difícil de plasmar como la falta absoluta de respuestas. Sus captores no le dicen dónde está su marido ni qué pasó con su hija, por lo que las preguntas parecen estrellarse contra oídos sordos que reflejan la apatía y terminan forjando la impunidad total.

La película, sin embargo, no se centra en el tiempo de Eunice tras las rejas, sino en la angustia del desconocimiento, los posteriores problemas de una madre sin trabajo que queda súbitamente al mando de una familia y la fuerza de una opresión que incluso comienza a asegurar que Rubén nunca fue detenido, pese a que su propio vehículo sigue estacionado dentro del recinto militar donde se le perdió la pista.

En ese sentido, las huellas del dolor también marcan una decisión narrativa llamativa. Así como en ningún momento se muestra la violencia de la tortura, en Aún estoy aquí tampoco hay un llanto desgarrador que acompañe a la tristeza. Walter Salles prefiere hacer más poderosa una lágrima que se niega a ceder, evitando secuencias con agrupaciones sociales o marchas de protesta. Basta decir que el momento más emocionante de la película está ligado a la simple entrega de un documento que ratifica lo que todos ya saben, pero que el propio Estado se niega a reconocer.

Aún estoy aquí no solo es un retrato descarnado sobre los efectos intangibles de la represión dictatorial, sino también una exploración profundamente humana sobre la incertidumbre y el dolor que deja la ausencia forzada. Con una puesta en escena sobria pero poderosa, la película prescinde de los clichés del cine de denuncia para centrarse en la resistencia silenciosa de quienes sobreviven a la violencia del Estado.

Y en ese sentido, esta historia tan familiar para este lado del mundo termina resonando con una intensidad inquietante, recordándonos que la impunidad sigue siendo una herida abierta en la memoria colectiva y un llamado para recordar a los que ya no están. Aunque a algunos no les guste, aunque digan que ya se ha dicho suficiente, lo cierto es que el grito de “nunca más” no debe silenciarse.

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