Confesiones de una separada: Navidad anticipada

El día prometía. Ese martes salí del cementerio junto al pintor, un ex pololo que tuve a los 21 años. Después de lograr prender el motor, mis nervios o más bien mi torpeza congénita -yo y la motricidad tenemos una relación distante ¡¡¡otra más!!!-, enfilé hacia la costa.

Antes de ponerme a cantar escuché un "CR, vamos donde creo", la respuesta era obvia, así que seguí cantando "al partir un beso y una flor..."; puse mi playlist de españoles de los '70, a Nino Bravo se sumó la Paloma San Basilio, Massiel... pero volví en mí, estaba como en otro mundo, cuando escuché el Bolero de Ravel, nunca entendí porque esa canción -composición, dirían los entendidos-, le gusta tanto. Después de más de 10 minutos, hay que decir que es bien larga, pasamos a la voz ronca que caracteriza a Sabina, esa que te recuerda que el whisky es uno de los mejores tragos.

En una hora y media estábamos en el Rex, un hotel de los '50, nada lujoso ni sofisticado, menos de diseño de líneas puras, como los que se instalaron para recibir a los fanáticos del surf. Pichilemu sigue siendo el balneario de siempre en estos meses, previo a la horda de veraneantes que entre enero y febrero dejan a los vendedores felices.

El viento, uno de los mejores amigos de los surfistas, jugaba con mi cabello -¡un desastre! Para qué recorrer el pueblo, pensaba, si estaba claro el plan; pero nada... como siempre la mentalidad masculina me sorprende, aunque de él todo se puede esperar.

Recorrimos la playa principal, la que bordea al pueblo, pero antes caminamos por el Parque Ross. Un viaje al pasado en el que recordamos, nos reímos y, no pude evitarlo, un par de lágrimas corrieron por mi bello rostro. Me abrazó y me dio uno de esos besos laaaargos -lo suficiente para sentirme la protagonista de una película romántica.

Regresamos tomados de la mano -encuentro medio raro eso de andar de la mano, menos a mi edad, siempre que veo a los abuelitos caminar así, pienso que lo hacen porque necesitan afirmarse-, pero bueno, no me iba a poner quisquillosa, más bien adopté la actitud de una adolescente que se deja encantar.

Le conté de mis disfraces y todas las performance realizadas en los últimos meses, con los desastres y las penurias de mis aventuras amorosas, los consejos de mis compañeritos millennials... de sólo recordar me vuelvo a reír. Cuando hablé de mi viaje a Madrid y el miedo que pasé en Marruecos, fue el primer tirón de orejas "porqué no me fuiste a ver", para que reconocer que en mi espíritu de libertad lo que menos quería era encontrarme con el pasado o volver a enamorarme, lo mío es un "aquí te cojo, aquí te dejo".

Llegamos al hotel, pidió una botella de champán y como recién casados entramos a la habitación -obviamente que me tomó en sus brazos al cruzar la puerta. ¡¡¡Así quien no se enamora!!!

Debía estar en la oficina el día siguiente. Ahí abrazados en la cama, en esos minutos en que me pongo remolona, le dije "mañana partimos temprano". Segundo tirón de orejas, pero esta vez fue literal, seguido de un "Clara, vive". Mandé un WhatsApp a mi director, con un simple: "ya sabes, los funerales siempre traen sorpresas, estoy en la playa, regreso el lunes". Una apuesta arriesgada, pero no me iba a poner a dar explicaciones. Respuesta: "jajajaaj... me tienes que contar todos los detalles".

En la mañana, mientras tomaba desayuno, le escribí mi carta al Viejo Pascuero. La dejé en el correo. La primera y única petición fue: "qué no se vaya, qué no regrese a su barco... vive en un canal en la provenza francesa".

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