De planear asesinatos a intentar acabar con la ideología: los dolores de un nazi arrepentido

David Saavedra descubrió en su adolescencia el nazismo y se dejó atrapar. Durante veinte años le dedicó su vida, formó parte de un partido y pensó incluso en librar una batalla armada. Estaba convencido de que el sistema quería acabar con ellos, con los blancos. Pero un día empezó a dudar y, tras un duro proceso que se extendió por años, ahora busca frenar esos procesos de radicalización. En resumen, no quiere que haya otro David Saavedra.

El que está allí, imponente, grabado en su espalda con tinta negra —devenida en gris por el paso del tiempo—, es Rudolf Hess, perro guardián de Adolf Hitler y tercer hombre, después del Führer y Hermann Göring, del Tercer Reich. Debajo, al nivel de la cintura, lo adorna una frase que traducida del alemán dice: “Los héroes nunca mueren”, y para completar el cuadro, en el fondo, resiste el águila imperial. Ese, el de Hess, es apenas uno de la decena de rostros que recorre su cuerpo. En sus brazos, por ejemplo, tatuó entre otros a Otto Skorzeny y Léon Degrelle, dos miembros de las Waffen-SS. De hecho, suele repetir la misma broma: que acostarse con él es también acostarse con ellos. “Tener una orgía”. Hace un tiempo se le cruzó la idea de borrarlos, e inclusive, convencido, llegó hasta una clínica especializada para iniciar el tratamiento. Pero finalmente desistió. El dolor no era problema, tampoco el dinero. Su motivo era más simple —o tal vez no—: es el único recuerdo palpable de una etapa de la que aún cree estar saliendo. Luego lo entenderemos.

David Saavedra tiene cuarenta años y dedicó veinte de ellos a la ideología nazi. En ese lapso formó parte de la extremaderecha española, atestó su cuerpo de retratos y símbolos que invocaran al ejército alemán, y se alistó físicamente para luchar… es más, llegó a elaborar un censo de judíos en la ciudad de Pontevedra. Pero hace cinco comenzó a dudar. Principalmente sus reacciones, la rabia que sentía cada vez que pensaba que la raza blanca estaba en peligro, creía, no le eran propias. Entonces cuestionó por primera vez su pilar ideológico y eso le supuso entrar en un profundo estado de depresión. Claro, Saavedra comenzó recién a asumir que vivió dos décadas sumido en una burbuja de fanatismo. Todo lo que creyó hasta ese minuto, ahora le parecía equivocado. Había entregado sus emociones y su identidad en vano. Tocó fondo:

“Siempre tenía una botella de Jagermeister en la nevera. Cuando llegaba por la mitad, me ponía nervioso y tenía que ir a por otra. No podía quedarme en casa sin alcohol…, era para no pensar, porque si me quedaba sin alcohol me ponía a pensar, y no quería pensar que había tirado toda mi puta vida a la basura”, confesó en el podcast The Wild Project hace unos días.

Pero fue una tarde que volvía de casa de sus padres, en el trayecto de Galicia a Zaragoza, unas ocho horas a bordo de su auto, cuando por primera vez él se convenció. “Sentí como si estuviera vestido con un traje de desesperación, como si tocases esa desesperación”, resumió en el podcast. Saavedra describía una crisis de pánico. La primera de tres que ha tenido desde entonces. Luego explicó que, en medio de la segunda, probablemente la peor, intentó quitarse la vida: agarró la pistola que lo acompaña a todos lados y la puso entre sus dientes. No recuerda cuánto tiempo estuvo así. Lo que es seguro es que dio marcha atrás y que buscó ayuda. Esa misma noche, le contó sus problemas a uno de sus contactos de Facebook. Le recomendaron poner por escrito todo eso que sentía. En este caso, ese ejercicio devino en un libro que le tomó poco más de cuatro años escribir, y que se transformó en su nuevo propósito.

Los tatuajes de David Saavedra, en la portada de su libro.
Los tatuajes de David Saavedra, en la portada de su libro.

“Cuando me di cuenta llevaba ya 50 páginas y ahí dije: ‘esto me da para un libro’. Así apareció la idea de que todo lo que yo había vivido podía convertirlo en algo productivo para otras personas”, precisó en una charla con el portal The Objective.

En esa suerte de diario de vida, claro, Saavedra habla de cómo fue su ingreso a este mundillo. Y como en todas las entrevistas que ha dado desde entonces, dirá que a los 14 o 15 años era un chaval colmado de inseguridades y que el discurso de esa ideología, “brutal, salvaje y atractivo”, le ofreció certezas, algo de qué agarrarse, una identidad. El problema es que, sin saberlo, esas historias de gloria y épica lo fueron absorbiendo al punto de convertirse en un fanático, y por cierto un negacionista. Un negacionista que a sus 15 años no hacía más que consumir lecturas que negaban el Holocausto y libros nazis escritos por nazis.

A esa edad tomó contactos por primera vez con otros nazis y ya a los 18 años, con la cabeza rapada y vistiendo una bomber, se reunió en persona con algunos de ellos. En Galicia fue parte del grupo Resistencia Aria. En sus palabras, el segundo “que cortaba el bacalao”. Su objetivo: “despertar a la mayor cantidad de camaradas dormidos, a través de la lectura”. La lectura, en la vida de David Saavedra, lo es todo. Fue el punto de entrada pero también el de salida. Ya llegaremos a eso.

“Empezamos a poner como figuras de elementos a seguir gente que ha atentado, que se ha metido a un colegio armado. Pasábamos por delante de un edificio gubernamental y decíamos ‘excelente sitio para hacer un atentado’. Al principio eran bromas, cachondeo. Pero, claro, empezamos a hacer reuniones de amiguitos, de colegas, de ‘arreglar el mundo’ cuando estás con un botellón. ‘Arreglar el mundo’ pero en modo nazi, y en algún momento debimos empezar a tomar el tema en serio”, le contaba Saavedra a Jordi Wild en The Wild Project. Ese fue otro de los momentos que hoy, cuando mira hacia atrás, no logra entender.

Uno de sus camaradas, de hecho, los alentaba con el tema. En palabras de Saavedra, se trataba de un tipo muy racista, muy de “Las 14 palabras”, muy de David Lane. Les insistía en que había que hacer algo, que entonces eran los últimos blancos que estaban naciendo. Un día, de hecho, les llevó a cada uno un libro que se llamaba Un trueno distante. Saavedra lo describe “como Los diarios de Turner pero en serio, un libro que te explica cómo hacer un grupo terrorista-racista, para que no te pillen”. En un determinado momento, hablaban de asesinar gente. Pasaron de hacer pegadas de carteles a la idea de seguir a personas. De sorprender a un guardia civil y quitarle su pistola. De entrar a la deepweb y conseguir armamento.

Por supuesto, Saavedra también habló de su militancia, durante cinco años, en Alianza Nacional, partido neonazi español fundado en 2005. Luego de pasarse por varias asociaciones y levantar revistas con nombres épicos pero ver que no existían avances cuantitativos, comenzó a ceder a una idea que siempre había despreciado. Porque, claro, para él y sus colegas, la democracia no tenía cabida. “Eso de que el voto de un imbécil valga lo mismo que yo, que soy un ser superior, me hinchaba las narices”. Ese era su pensamiento: seguir a un líder nato. Los partidos políticos eran una mierda, pero no les quedaba otra opción a esas alturas: en Alianza Nacional vieron la plataforma desde donde podían “iniciar la revolución”. Es más, intentaron hacer un golpe de estado al interior del partido y sacar a su líder, Pedro Pablo Peña, a quien consideraban apenas “un facho”, pero sucumbieron. Fue entonces que lo dejó. Pero durante esos años, Saavedra llegó incluso a ser el jefe de propaganda.

Hace cinco años Saavedra cifra el inicio de su salida. En su relato, se gestó de la manera más inesperada. Ocurrió un día, mientras navegaba en un sitio de chats por Madrid, que encontró a un usuario con el nombre Sturm und Drang. A Saavedra le sonó, creyó que se trataba de uno de los suyos y lo buscó: “88″, le escribió primero. “¡Heil, Hitler!”, insistió. Sin embargo, recibió un montón de signos de interrogación como respuesta. Entendió entonces que estaba equivocado y pidió perdón, pero del otro lado recibió genuina curiosidad. Siguieron conversando: por primera vez sentía que alguien no lo cuestionaba ni lo ridiculizaba por su ideología. Bajó la guardia y al cabo de un tiempo se hicieron amigos, uno de los primeros que tuvo fuera del mundillo. Se llamaba Miguel y, en su cabeza, Saavedra buscaba convertirlo: era un blanco que consideraba muy inteligente y que, de seguro, sería un aporte. Pero el que acabó convertido fue él. Miguel un día le pasó un libro de Michael Heinrich sobre El capital de Marx. La primera reacción de Saavedra fue de enfado. Lo tiró a la basura y se molestó con su amigo. Pero luego, dice, recapacitó, volvió a leerlo, a visitar las fuentes. Y entonces empezó a dudar:

El Capital no es un libro ideológico, es filosófico y, sobre todo, de economía, esto es importante decirlo, porque a mí lo que me tiró abajo no fue la ideología de Marx, que me importaba un pimiento, sino el comprobar que el discurso que yo había defendido toda mi vida sobre Marx no tenía que ver con lo que Marx mismo defendía. Esa imposibilidad de solapar mi realidad con esa otra realidad que yo me había encontrado fue lo que derribó a la larga todo mi edificio de dogmas”, explicó el proceso Saavedra en The Objective.

Después, volvemos un poco, Saavedra pasó por un período depresivo y, para subsanar, a modo de terapia escribió. Escribió durante años y de a poco fue alejándose no sólo del pensamiento nazi sino también de sus colegas, de todo el mundo radicalizado. Concluyó también, tras leer sus propias líneas, que podía evitarle a otros lo que él vivió: haber dedicado buena parte de su vida a un sinsentido. Era, además, una manera de hacer algo de valor. Publicó Memorias de un exnazi. Veinte años en la extrema derecha española y creó un canal de YouTube con ese propósito: entregar, desde su experiencia, las herramientas necesarias para frenar este tipo de movimientos.

“Mi objetivo fundamental es dar charlas en colegios e institutos que es donde realmente puedo influir en chavales (...); en los colegios no se habla de esto porque por temario no se llega. Yo recuerdo charlas sobre las drogas o el alcohol pero absolutamente nada sobre las ideologías totalitarias, el fascismo, el nazismo, y a día de hoy, 20 o 30 años después, seguimos igual”, sostuvo Saavedra en julio del año pasado.

Después insistió: “Lo primero que hay que hacer cuando aparecen estas señales –como ver a tu hijo pintar una esvástica– es prestarle atención. Me explosiona la cabeza cuando escucho decir que son cosas de chiquillos, porque es algo a lo que hay que prestar atención desde el minuto uno, no mofarse, sentarse con él a hablar, preguntarle qué significa para él, por qué la pinta y hablar sobre el tema. Yo no viví nada de eso ni en el colegio, que estoy seguro que vieron estas señales y pasaron olímpicamente de ellas, ni en mis padres, que no los voy a culpar porque como tantos otros miles de padres es algo sobre lo que no se tiene conocimiento, ni herramientas, ni sabes cómo actuar”.

Saavedra sabe que el camino que transita hoy es complejo. Antes de ofrecer una entrevista a Jordi Évole, las semanas previas recibió una serie de amenazas. Como intuye que hay muchos excamaradas que están tratando de localizarlo, sostiene que no puede bajar la guardia y que probablemente tendrá que tomar precauciones por el resto de su vida. Pero, de todos modos, borrar sus tatuajes no es una opción:

“Es parte de mi pasado, es un pasado del que no reniego y es algo que me permite estar aquí hoy hablando contigo y contestarte a preguntas importantes, como qué puede hacer un padre para frenar el proceso de radicalización de un hijo”.

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