Los amigos

Al parecer siempre es mala idea reunirse e intentar recuperar el tiempo ido. Los códigos caducaron, el lenguaje mutó, la vida nos hizo sufrir, aprender, valorar y descartar ciertas cosas. Mejor quedarse con la memoria.

Al parecer las mejores épocas de la juventud vienen con los cambios de amigos: airean el lenguaje —modismos, formas de componer las frases, palabras clave—, cambia el modo de vestir, la forma de vivir en general. El puro hecho de ver caras nuevas son vitaminas para la vida social que no somos capaces de admitir con soltura que están gastadas. Me ha pasado varias veces. Me referiré solo a la primera: dejar el círculo de los amigos del colegio al menos para mí fue liberador.

De repente me encontré con el grupo cercano de algunos vecinos del condominio donde vivía cuando tenía como veinte años. Me hice amigo de sus amigos, me gustaron todas sus amigas, mezcla punk y hippie —tal vez eso es el grunge—, depresivas, bailarinas, lectoras, fanáticas de las películas de cine arte. Pantalones rajados, chalecos sacados del clóset de las abuelas me cautivaron. También las nuevas actividades: fumar algo, echarnos entre varios en una cama, medio abrazados, a ver películas de David Lynch, Terry Gilliam, Kubrick, Kurosawa —qué masculino es el canon del cine, tomo nota— y cuanta cosa rara apareciera. Nos gustaba lo raro. Leer a Rimbaud, Baudelaire, Pizarnik, Anaïs Nin, y los infaltables poetas chilenos. Tomar té, prender inciensos, velas y fumar.

Por la noche carreteábamos. Era más o mismo que las sesiones de cine pero con música (que pasaba de Víctor Jara a Los Fiskales Ad-Hok, de Silvio Rodríguez a La Polla Records sin problemas) y copete en vez de té. Así pasa que uno se enamora de alguien. Yo me enamoré de N. Creo que de alguna manera infantil siempre lo estaré. Tal vez fue la primera persona que me aceptó como soy y con esto definí mi vida, para bien o para mal. Solíamos vagar por la ciudad, entrábamos a librerías a robar libros, frecuentábamos tiendas de ropa usada. En parques y plazas hacíamos pausas y deshilachábamos la realidad. N era y es brillante. Los días eran un goce completo.

Dice Montaigne en un ensayo titulado “Sobre la amistad”, que la amistad, a diferencia del amor, es tranquila, un placer sin contratiempos ni tensiones —sin pasiones—. Pienso en un cuento de Borges donde escribe (cito de memoria) “era de esas amistades que prescinden de la confidencia y luego del diálogo”. Nada más lejos de la idea de Montaigne y Borges que mi amistad con N. Intensidad y confidencia. Creo que la relación terminó de gastarse cuando ella se definió por el activismo político y yo por el encierro de la lectura y la escritura.

Al parecer siempre es mala idea reunirse e intentar recuperar el tiempo ido, juntarse en un café o a tomarse un schop por ahí. Los códigos caducaron, el lenguaje mutó, la vida nos hizo sufrir, aprender, valorar y descartar ciertas cosas. Mejor quedarse con la memoria. Los amigos que quedan para toda la vida son una suerte de parientes: hermanos, primos, tíos, a veces más cercanos que los sanguíneos. Tal vez por eso a veces decimos “buena hermano” cuando los saludamos.

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