Por Paulo QuinterosCrítica de Cine: El Conjuro 4, un último aburrido engaño para una saga agotada
La cuarta entrega del universo de los Warren confirma el desgaste de una franquicia basada en fraudes elevados a espectáculo. La saga se despide con un vacío creativo que solo refuerza su carácter de farsa.

La saga de El Conjuro finalmente llega a su supuesto final reflejando un aire de desgaste y falsedad que la franquicia nunca supo ocultar.
Desde su origen, las películas se vendieron como “basadas en hechos reales”, cuando en realidad el relato de los Warren está cimentada en elaborados engaños que solo buscaban meter la mano al bolsillo de los incautos.
No hay espacio para dobles lecturas: Ed y Lorraine fueron mercachifles de lo paranormal que encontraron en la credulidad popular un negocio lucrativo. Pero el cine, lejos de desmantelar esa farsa, la convirtió en una franquicia multimillonaria plagada de entregas que con el paso del tiempo huelen cada vez peor.
Claro que la red de mentiras al centro de su propuesta jamás incomodó a la audiencia. Más bien, se convirtió en parte del atractivo: la ilusión de que detrás de cada exorcismo o aparición había un documento “real” para casos de muñecas y monjas diabólicas. Básicamente, que había posibilidades de creer.
Y ahora la cuarta película, El Conjuro 4: Últimos Ritos, desde sus primeros minutos se promociona con la idea de que este fue el caso que literalmente “puso fin” a la carrera de los Warren. También nos recalcan otra vez que su misterio está basado “en una historia real”.

Sin embargo, esta nueva secuela llega solo para confirmar que la franquicia nunca buscó ser una propuesta realmente consistente de terror. Su ADN es otro: sobresaltos fáciles, estruendos súbitos y un envoltorio narrativo que pretende dar más seriedad de la que realmente ofrece toda su vendida de pomada.
La misma que hace resonar angustiosos coros de terrorífico lamento cuando aparece el título de estos Últimos Ritos en pantalla. Spoiler: nunca nada de lo que viene después está a la altura de esa promesa.
Al centro de todo está el caso Smurl, el cual involucra - durante la década de los ochenta - a una nueva familia que está en la mira de un horror paranormal. Dicha propuesta no hace sino profundizar un caso tan manipulado que incluso desentona dentro de los propios parámetros de la franquicia. Es, en definitiva, otra mentira convertida en espectáculo.
La trama arranca con un flashback a los años sesenta donde se introduce un espejo demoníaco ligado al nacimiento de Judy, la hija de los Warren. Dicho objeto sirve como eje de un relato que alterna entre la vida de los Warren, rememorando a Annabelle en más de una ocasión, con las desgracias de los Smurl. Además, estos últimos poco a poco son acechados por una presencia maligna que Lorraine Warren vio justo cuando estaba dando a luz.
Pese a toda esa promesa, el resultado es una propuesta que nunca logra tocar buenas teclas de terror ni menos se preocupa de establecer bien a la amenaza diabólica al centro de la historia. Es decir, lo que debería ser una película de atmósferas y tensión, termina reduciéndose a un interminable y aburrido enfrentamiento contra el espejo en cuestión.

Lo más llamativo es que, a pesar de inventar giros ridículos en la propia franquicia, y el mejor ejemplo es cómo reinventaron el caso de Annabelle, los realizadores de este nuevo capítulo eluden los aspectos más perturbadores del engaño real.
Basta una mera revisión online para saber que en la supuesta trama de los Smurl hubo denuncias de abusos sexuales demoníacos, pero ese detalle jamás es abordado. Más aún, se queda en un soso terror más familiar con lagunas muy aburridas.
En ese sentido, la dirección de Michael Chaves, quien previamente hizo La Llorona y la tercera parte de este universo, vuelve a evidenciar las limitaciones que vienen arrastrándose desde la segunda película dirigida por James Wan. Mal que mal, desde aquella primera secuela, nunca lograron volver a tantear el terreno de horror mejor elaborado que, aún con sus defectos, sí tocó la primera.
Mucho de lo anterior se debe a que una parte del peso narrativo de esta secuela recae en Judy y su pareja Tony, con la clara intención de preparar un relevo generacional que mantenga en pie a un negocio cuyas obras son baratas de hacer y rinden bien en la taquilla.
No obstante, esos personajes no tienen ni la química de los actores principales ni menos cuentan con la construcción apropiada para que los personajes importen. En ese andar, Patrick Wilson y Vera Farmiga están más bajos que en las predecesoras.
El Conjuro 4 termina solo siendo el eco apagado de un fenómeno que comenzó con promesas de terror más sustancioso y terminó convertido en caricatura de sí mismo. La paradoja es que este cierre funciona como la mayor prueba del engaño: ni los Warren fueron cazadores de demonios, ni esta saga fue alguna vez cine de miedo memorable. Lo único verdadero es que, como todo buen negocio de farsa, se vendió humo y el público lo está comprando encantado.
El Conjuro 4 ya está en cines.
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