Por Paulo QuinterosCrítica de cine: El Sobreviviente, el día en que Edgar Wright dejó de ser Edgar Wright
Entre cazadores sin carisma, un tercer acto desdibujado y una puesta en escena sorprendentemente genérica, esta nueva versión de la historia que antes hizo Schwarzenegger termina convertida en el encargo que el director inglés juró evitar.

Érase una vez cuando el británico Edgar Wright (Shaun of the Dead, The Hot Fuzz, The World’s End) abandonó Ant-Man porque Marvel Studios empezó a impulsar su idea de un universo cohesionado. Esa película, que él venía gestando desde 2003, terminó redirigida para conectar plenamente con el MCU.
Para Wright, aquello significó perder la autonomía creativa que siempre había tenido. Marvel quería un nuevo borrador escrito por otra persona y él dijo que ya no se sentía parte del proyecto.
Sentirse un “director a sueldo” fue su límite. Hasta entonces había escrito todas sus películas y esa pérdida de voz autoral lo llevó a dar un paso al costado.
Toda esa historia viene a colación porque El Sobreviviente, su remake de The Running Man, parece justamente eso: un encargo sin personalidad propia. Una obra donde Wright apenas asoma.

La película adapta con mayor fidelidad el libro de Stephen King firmado como Richard Bachman y, en ese sentido, abraza un tono más social que la versión ochentera protagonizada por Arnold Schwarzenegger, quien aquí tiene obviamente un pequeño guiño.
Aquí la distopía mediática, la desigualdad extrema y el control corporativo del entretenimiento son más centrales, en un relato que intenta capturar un espíritu más sombrío sobre una distopia autoritaria del futuro.
La historia sigue a Ben Richards, interpretado por Glen Powell, un hombre desesperado, puesto en la lista negra de todos los trabajos a los que puede aspirar, que busca salvar a su hija enferma y a su esposa que ha comenzado a trabajar explotando su cuerpo.
A partir de ahí, Richards entra en un mortal concurso televisivo donde es cazado por profesionales mientras cruza la costa este de Estados Unidos en busca de sobrevivir por 30 días y ganar el premio mayor de mil millones de nuevos dólares.
Ese recorrido amplio replica la novela, pero también diluye la tensión inmediata, ya que aquí el riesgo se dispersa y la película pierde cohesión narrativa a medida que avanza.

Lo más llamativo es que la versión de 1987, pese a ser de lo más bajo en la filmografía de la época dorada de Schwarzenegger, tenía más carácter que esta nueva apuesta.
Mucho de lo anterior tenía relación con su planteamiento cerrado, en donde su acción ocurría en un gigantesco set de TV convertido en zona de guerra, que concentraba la acción y potenciaba el espectáculo absurdo. Más importante aún, los cazadores eran villanos con personalidad, inclusive en sus diseños. Ahí estaban: ¡Subzero! ¡Fireball! ¡Dynamo! ¡Buzzsaw!. Cada uno de ellos aportaba color y extravagancia a un juego mortal imposible de tomar en serio.
En cambio, en esta reinterpretación casi todos los cazadores son planos. Carecen de presencia, de diseño llamativo y de esa chispa caricaturesca que elevaba el delirio original. Incluso el antagonista principal, interpretado por Lee Pace, es notablemente plano. Su amenaza nunca se siente plena ni su papel logra sostener el duelo central.
Wright intenta suplir esa ausencia con un enfoque más sobrio, más crítico, más en sintonía con la rabia subyacente del libro, pero esa apuesta nunca cuaja del todo.
A medida que se acerca el final, la historia también se desdibuja abruptamente. El tercer acto parece correr sin convicción, como si la película buscara llegar rápido a la meta. Ese extravío anula las virtudes iniciales y deja la sensación de un viaje largo pero sin pulso, en un espectáculo que promete intensidad, pero rara vez la sostiene.

Para un director tan marcado por su estilo, y basta recordar que sus últimas propuestas habían sido la acción adrenalínica de Baby Driver y el suspenso de Last Night in Soho, resulta desconcertante lo genérico del resultado.
Hay pocas señas de Wright en la edición, en la música o en el tono. Y lo que en otros proyectos era energía y personalidad aquí se siente automatizado. Como si este juego mortal hubiera succionado también su creatividad.
Quizás la ironía más amarga es que esta película, basada en un concurso diseñado para desechar y olvidar a los perdedores, será olvidada igual de rápido. Y en un mercado saturado de distopías y remakes, El Sobreviviente no tiene armas para destacar. Con algo de suerte dispara, pero termina fallando y corriendo sin rumbo.
De ese modo, este nuevo intento de revitalizar una premisa ya utilizada termina cayendo en su propia trampa: sobrevivir no basta si no hay algo que merezca recordarse.
Y considerando que Wright alguna vez huyó de convertirse en un director por encargo, lamentablemente aquí parece haber caído justo en ese juego mortal. La película, por consecuencia, pierde la vida sin oponer demasiada resistencia.
El Sobreviviente ya está en cines.
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