Cuando se habla de una obra maestra, el término no es menor. Implica una creación que sintetiza el talento de su autor en su punto culminante y que, además, conmueve, desafía e impacta de forma que perdura en el tiempo.

Una obra maestra no solo exhibe excelencia técnica, sino que deja una huella indeleble en la memoria del espectador, marcando un antes y un después tras experimentarla. Y en tiempos de streaming, encontrarse con una película así es un verdadero privilegio en una sala de cine.

Una Batalla Tras Otra, la nueva película de Paul Thomas Anderson, cumple con todas esas premisas: es una pieza monumental que dialoga con el propio cine y con nuestro presente político, confirmando que estamos ante un trabajo excepcional en cada uno de sus aspectos.

Claro que lo anterior no es la mayor de las sorpresas. El director ha demostrado, película tras película, ser uno de los grandes cineastas contemporáneos. Desde los excesos de la Boogie Nights que lo lanzó a la fama, pasando por la maestra intensidad de la que para mí es su obra cumbre, There Will Be Blood, o la melancolía juguetona de su anterior obra, Licorice Pizza, su carrera se ha transformado en un gigantesco catálogo de obsesiones sobre el poder, las relaciones humanas e, inclusive, la fragilidad de los sueños e ideales que son fáciles de resquebrajar.

En el caso de Una Batalla Tras Otra, PTA construye un relato épico que no concede un segundo de respiro, siendo un testimonio de su madurez como narrador visual y un reflejo de su capacidad para sostener una puesta en escena vertiginosa durante más de dos horas y media.

La película se despliega como una épica vibrante sobre el bien y el mal, la violencia y el poder, pero también como una historia de amor que ilumina incluso los momentos más oscuros. Anderson imprime un ritmo cinematográfico arrollador, orquestando secuencias de acción con una energía propia de un director que maneja cada hilo del relato, mientras alterna instantes de humor absurdo y una punzante crítica social.

El resultado es una narración que hipnotiza al espectador y que nunca pierde el equilibrio, haciendo uso de una cámara que se mueve con una urgencia calculada que convierte cada plano, especialmente aquellos que no tienen diálogos, en una experiencia sensorial.

En el centro de este torbellino está Bob Ferguson, interpretado por un Leonardo DiCaprio completamente entregado, quien es un excéntrico revolucionario que transita de soldado insurgente a padre soltero que se convierte en fugitivo con problemas porque su cerebro está un poco frito tras años de drogadicción. Su viaje es el de un hombre que perdió el rumbo, atrapado entre la radicalidad de la acción y el vacío de una vida que se desmorona, teniendo en la mira solo la misión de salvar a aquello que ama.

En esa tarea, DiCaprio encarna a Bob con una mezcla de torpeza, encanto y desesperación que, una vez que su pasado lo vuelve a acechar, lo vuelve tan magnético como trágico.

A su alrededor orbita una galería de personajes inolvidables que de seguro postularán a todos los premios habidos y por haber. Perfidia Beverly Hills, interpretada por una gigantesca Teyana Taylor, es la fuerza que enciende la primera chispa. Audaz, firme y carismática, ella es quien lidera la revolución de su grupo revolucionario, libera migrantes y enfrenta al temible Coronel Lockjaw.

Este último es interpretado por Sean Penn, en una actuación soberbia que da vida a un antagonista despreciable que encarna la represión y el patriarcado con una mezcla de brutalidad y patetismo facistoide. Su dinámica con Perfidia destila tensión y simboliza la lucha de poder que atraviesa a la película, generando una pugna que abarca raza, género y jerarquías sociales.

Para todo lo anterior, la película se inspira libremente en Vineland, la novela de Thomas Pynchon. Si el libro dialogaba con la era Reagan y los sueños frustrados de los sesenta, Anderson actualiza la historia para un siglo XXI marcado por el control migratorio y la represión institucional. Desde una etapa indeterminada que evoca a la era Bush hasta un presente contemporáneo con una “migra” más poderosa, la trama se convierte en una reflexión sobre cómo la historia de la represión política en Estados Unidos se fortalece para repetirse bajo nuevas máscaras.

En ese camino, Anderson demuestra un dominio absoluto del ritmo. Desde el arranque, la película avanza con una energía imparable, encadenando escenas de acción con elementos propios de los thrillers de suspenso, mientras mantiene su ironía y su mirada crítica sobre las fuerzas que gobiernan el mundo. Su estilo combina el virtuosismo técnico con la profundidad temática, en una danza precisa entre espectáculo e ideas que no es habitual de ver.

El otro punto destacado es que el reparto que acompaña a DiCaprio, Taylor y Penn es un verdadero lujo. Regina Hall brilla como una revolucionaria que no se rinde, mientras que Benicio Del Toro ofrece una interpretación deliciosa como un maestro de artes marciales que gestiona una red de apoyo clandestina. Pero esos son solo ejemplos, ya que todo el elenco añade capas a un relato que no teme la complejidad ni la contradicción, reforzando la sensación de estar frente a un mundo vivo, en el que cada personaje tiene peso, propósito y, a la vez, también puede caer ante las fuerzas opresoras.

Una batalla tras otra, sin embargo, no se limita a la acción y la crítica política. En su corazón también late una historia de amor y resistencia marcada por la relación entre Bob y su hija Willa, interpretando por la debutante Chase Infiniti que está también en un nivel soberbio.

El vínculo entre ambos, íntimo y luminoso, le da sentido a toda la trama y empuja al protagonista a enfrentarse de nuevo con Lockjaw, quien 15 años después tiene nuevos bríos gracias al trasfondo de una secta supremacista cristiana que encarna el poder en las sombras.

En el desarrollo de toda esa historia, Anderson equilibra una dimensión personal con imágenes de una potencia deslumbrante que incluyen una revolucionaria embarazada disparando, una serie de escapes y una persecución automovilística que corta la respiración. Son varias las secuencias que se graban en la retina y dejan en claro una idea: esto debe verse en la pantalla más grande que sea posible.

Todo esto convierte a Una Batalla Tras Otra en una experiencia cinematográfica del más alto nivel. Paul Thomas Anderson concreta aquí una epopeya visual que combina el caos y la belleza, la furia y la ternura, el humor y la tragedia. En todo ese andar, la película desafía y seduce a la vez, dejando una marca imborrable.

Al final, solo queda remarcar que tildar a esta película como obra maestra no es una exageración, sino un reconocimiento.

Una obra maestra no es aquella que solo impresiona en el momento, sino que perdura, que obliga a repensar el cine y el mundo después de los créditos finales. Una Batalla Tras Otra logra precisamente eso: es un trabajo audiovisual de nivel superior que vibra con la energía de su tiempo, que aborda temas con valentía, y que, en cada escena, confirma que Paul Thomas Anderson está en la cima de su arte. Como dice el meme, un manjar.

Una Batalla tras Otra ya está en cines.