La prisión de Pailita

Hasta que decida presentarse de una manera más realista, la imagen blanca y pura del cantante está condenada a vivir tambaleándose con cada error que cometa.

La gente no es tonta. Ganar fama en base a medias verdades siempre acaba en desastre cuando la realidad sale a la luz. Por eso sufren caídas tan feas los cantantes que venden la idea de ser mejor persona que el resto. Como Pailita cuando su ex bajó la cortina y todos pudimos ver las enormes grietas en el mito moral que sostiene su carrera.

Mucho más complejo como personaje de lo que el público intuye, y de lo que él mismo se permite al usar el limitante disfraz de Pailita, Carlos Javier (como lo llamaré de ahora en adelante) viene de una familia donde su rol ha sido cumplir el papel de hijo bueno versus su hermano encarcelado. Un patrón que ha repetido en su intento de posicionarse como el niño bueno de la familia urbana chilena.

Pailita es una linda idea, o más bien un ideal. Es un deseo de Carlos Javier: lo que le gustaría ser. Pero no necesariamente lo que es. Yo no soy quién para dudar de su corazón ni de las intenciones que dice tener, como inspirar a los niños de clase obrera (algo necesario en esta sociedad que los abandona), pero los hechos demuestran que capa de superhéroe blanco y puro le queda grande.

Es más. Carlos Javier no puede ser Pailita porque nadie puede ser Pailita. Por su falta de matices, ese personaje (o al menos la versión 1.0 conocida hasta ahora) es totalmente plano y anacrónico, imposible de sostener ahora que en las redes asoman los grises con tanta facilidad. Estos tiempos no están para un Superman, ni siquiera para un John Cena. Carlos Javier se moldeó a imagen y semejanza de ellos y su cabeza ahora rueda por el suelo.

Mientras el mundo adulto y la gente que mira de lejos la música urbana le celebraba su posicionamiento como única oveja blanca en una familia de ovejas negras, Carlos Javier generó poderosos anticuerpos. Primero dentro de la escena (por dárselas de superior moralmente) y luego fuera de ella entre los perspicaces que, con justa razón, no le compran a santurrones ni moscas muertas.

Tarde o temprano se la iban a cobrar. El de Carlos Javier era un castillo de naipes destinado a caerse ante el más leve suspiro. Lo vengo diciendo hace varios meses en mi podcast y en mi comunidad de Instagram, y también lo hice acá en mi columna “Niño bueno”, pero aun así nunca vi venir la furia con la que ocurrió finalmente. Ha sido brutal, sobre todo los memes acerca de incesto y pedofilia.

Por lo mismo, no me interesa darle patadas a alguien que ya está molido en el piso como el ladrón de hamburguesas de Los Simpson. Si es por citar otro meme, mi postura ante el prestigio público de Carlos Javier es la misma de Ivan Drago en Rocky IV: “si se muere, se muere”. Sin embargo, no dejaré pasar la oportunidad de mandarle un par de recados.

Carlos Javier, hola. Quisiera decirte que como administrador de redes sociales eres un muy buen chanteador (aunque igual estaría bacán pegarle un F5 a ese flow). Con toda la plata que has ganado, de seguro tienes para invertir en un community manager que no cause incendios como lo haces tú, o en un asesor comunicacional que ayude a apagarlos.

Sobre lo que te está pasando, Carlos Javier, mi diagnóstico es que el infantil traje de Pailita que insistes en vestir le queda cada vez peor al hombre en el que te estás convirtiendo. No tienes la obligación de ser el hijo bueno en todos lados. Hay formas de ayudar a los cabros mucho mejores que proyectando una imagen que no se condice con tu realidad. Eso solo es condenarlos a desilusionarse de ti.

Cerrada esa pequeña carta abierta, lo cierto es que Carlos Javier en este momento está preso en una celda de su propio diseño: el personaje Pailita y su simplismo que impide que afloren las complejidades propias de un ser humano. Es hora de presentar relatos más complejos y con matices que reflejen lo que todos somos: gente que se equivoca una y otra vez.

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