Febrero: una crónica de Gabriel Zanetti

“Aunque era pequeño, creo que logré percibir la melancolía del fin de febrero: había menos niños de lo normal, las micros -anteriores a las amarillas- pasaban como adormecidas, al contrario de su sabida representación -más por esos años- de la neurosis y violencia”.

Una imagen: mi papá empujando el Austin Mini, medio ahogado, en la mañana, tipo siete, en la villa Los Presidentes, cuando el matrimonio aún era joven, lleno de amor y sueños, y yo, hijo único. Como mis papás trabajaban durante el verano me iban a dejar donde mi mami Juli, abuela paterna. No era lejos, muy cerquita de la plaza Ñuñoa. Otras imágenes: mi abuela tirando las llaves desde el cuarto piso, mi papá intentando agarrarlas en el aire y luego subiéndome por las escaleras, de almuerzo pantrucas, cazuelas o tallarines con salsa, un piso de parqué brillante, donde yo me echaba a jugar con mis autitos de Fórmula 1 o a pegar láminas con cola fría.

Era el año 86, lo recuerdo por el álbum del mundial de México. La rutina era de lunes a viernes, siempre igual. No recuerdo haber comido otra cosa que cazuelas, pantrucas o tallarines con salsa, tampoco haber jugado a algo distinto dentro del departamento. Por la tarde bajábamos con mi abuelo y abuela a la plaza a tomar helado. Luego me columpiaba. Aunque no me gustaba tanto el columpio seguía en ese vaivén como un rito. Me aburría, pero no lo decía. Eran veranos sin mar, de una clase media que no podía permitirse todos los años un viaje a la costa.

Aunque era pequeño, creo que logré percibir la melancolía del fin de febrero: había menos niños de lo normal, las micros -anteriores a las amarillas- pasaban como adormecidas, al contrario de su sabida representación -más por esos años- de la neurosis y violencia. Podría pensarse que es imposible que pueda rememorar sucesos de los tres años. Tengo recuerdos desde muy chico, sobre todo de los veranos, que se presentan casi siempre como una novelita de aprendizaje en la infancia.

Tal vez es por el ocio, el exceso de tiempo, la soledad -mis amigos desaparecían en sus viajes familiares-. O quizás por hechos puntuales que dejan un timbre en la mente. Aún recuerdo el mismo Austin Mini, sin poder entrar al pasaje de mi abuela, por el terremoto del 85. Creo que de ahí en adelante mi memoria se activó. Veníamos de un viaje por el día a Paine. El sismo fue un cuarto para las ocho, a la hora que la gente suele regresar de los paseos, un 3 de marzo. En los primeros días del mes donde empieza el colegio aún quedan los últimos resquicios de febrero, aunque no lo percibamos con fuerza.

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