Vivir en la playa: una crónica de Gabriel Zanetti

FOTO: HANS SCOTT / AGENCIAUNO
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“Tal vez así son los retiros, un encuentro intenso con uno mismo, donde no queda otra que armarse una rutina para no caer en una suerte de depresión parecida a la desesperación de conformarse con mirar el mar, el río, las plantas, la vasta variedad de aves, el amanecer, la puesta de sol, cosas que cualquiera podría decir que son la vida misma o un privilegio”.

De pueblo fantasma a un balneario como los del Litoral de los Poetas apenas entró enero. Un duro cambio: problemas para estacionar, alzas de los precios, filas, todo lleno. La playa repleta de pescadores, sobre todo cuando se supo que entró un cardumen de corvinas. Cien por lo menos. Las corvinas salían y salían. Yo no fui mucho —igual saqué un par de piezas bonitas—, estoy acostumbrado a una playa semi desierta, con los pescadores —a lo sumo veinte o treinta— de este pueblo que es casi un caserío.

Me vino una sensación de hastío radical durante el verano recién pasado. Por el contrario de lo que se podría pensar, en vez de entusiasmarme, me sumió en un tedio difícil de superar. Es potente el contraste entre los que vivimos aquí y los que llegan de afuera. Es verdad, muchos tienen casas de veraneo, a pesar de que no están todo el año son conocidos por los pueblerinos. Parecen extranjeros que regresan cada tanto a un lugar que les gusta, donde tienen una historia de veraneos desde la infancia. Los suelen relatar en cuanto pueden.

Fueron meses que subrayaron que no hay mucho que hacer acá. Familiarmente paleamos la situación jugando a las cartas. Carioca, canasta, escoba. Yendo de vez en cuando, para que nuestras niñas se ventilaran, a los Flipper, a comer churros, a dar una vuelta al río Rapel, como si estuviéramos de veraneo y no habitando este lugar. Hay una especie de sueño con vivir fuera de Santiago. Debo admitir que lo tuve. Personalmente me he dado cuenta que soy un tipo citadino. Extraño los Café, la gente pasar simplemente, el movimiento.

He tenido que acostumbrarme a una tranquilidad extrema. Es raro lo que pasa con el tiempo, no es que las horas pasen lentas, es como si el espacio adquiriera una pérdida de densidad, una falta de contenido. Tal vez así son los retiros, un encuentro intenso con uno mismo, donde no queda otra que armarse una rutina —levantarse, tomar un café y fumarse un cigarro, hacer la cama, ordenar el escritorio— para no caer en una suerte de depresión parecida a la desesperación de conformarse con mirar el mar, el río, las plantas, la vasta variedad de aves, el amanecer, la puesta de sol, cosas que cualquiera podría decir que son la vida misma o un privilegio.

Extraño el ruido de las micros pasar, la sorpresa de un cahuín insólito, la densidad. Las noticias que llegan vía radio, televisión y redes sociales hablan de casi un Estado de Excepción en Santiago por la delincuencia descontrolada. Según mi tío Héctor, que nació a finales de los sesenta, antes de toda esta crisis vivimos un “veranito de San Juan”, porque Santiago siempre fue peligroso. No puedo constatar lo que verdaderamente ocurre en la capital a la distancia. Entiendo que son venezolanos y colombianos quienes están en la lupa de las autoridades. Constatar, esa es la palabra clave. No puedo constatar nada desde el vacío que me produce vivir en la playa, salvo flachazos de poderosos momentos de autoconocimiento, que admito interesantes y hasta sanadores. Sin embargo, estar tan cerca de uno mismo, día a día, altera o aburre a cualquiera que no está buscando la iluminación. Otros que se acomodan a la nada o al vacío son aquellos que nacieron en zonas aisladas, acostumbradas a los mínimos ruidos lejanos: alguien corta leña, clava algo, la sirena de los bomberos que anuncia el mediodía.

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