Dormir la siesta

¿Por qué la vida tiene que ser un martirio? Algunos de los mejores polvos de mi vida han sido antes de la siesta, y las mejores siestas que he tenido después de tener sexo. Se sale de un placer intenso y físico y se entra a uno en estado de reposo.

Me vino a la cabeza una imagen inadmisible para estos tiempos: mi abuelo Héctor llegando como a las una y media de su trabajo a la casa. Almorzaba, luego se ponía pijama, dormía media hora y regresaba a la empresa en San Joaquín. Personalmente siempre he estado a favor de las siestas. Suelo tomarlas cada vez que puedo, aunque ahora se presenta como una actividad castigada o reservada para los abuelitos y abuelitas de campo.

Imagino una casa en el sur con una tetera hirviendo arriba de la cocina a leña y ancianos tapados con mantas de tartán escocés roncando suavecito. Los adultos mayores santiaguinos tal vez se sienten obligados a no descansar: se instaló de repente una idea de una vejez más joven y lo joven se asocia a estar activo. Por eso en todas las municipalidades hay talleres para el adulto mayor. Así justifican el hecho de estar en actividad, si no tienen la desgracia de seguir trabajando para pagarse la vida, como ocurre en la mayoría de los casos.

“Hay que aprovechar el tiempo, hagamos algo”, frase de todas las parejas que he tenido, como si dormir la siesta no fuera hacer algo. España es un país ejemplar en este sentido. “Echar la siesta”, le llaman. Hasta los supermercados cierran de 14:00 a 16:00. ¿Por qué la vida tiene que ser un martirio? Algunos de los mejores polvos de mi vida han sido antes de la siesta, y las mejores siestas que he tenido después de tener sexo. Se sale de un placer intenso y físico y se entra a uno en estado de reposo. Soy una persona que sueña siempre. El día se resignifica. Uno despierta a enfrentar lo que queda del día —toda la tarde, ni más ni menos—, tal vez con un mensaje decidor del inconsciente.

La jornada se parte en tres: mañana, siesta y tarde. Descarto la noche porque se supone que es otro momento de descanso o esparcimiento. Antes de la pandemia, cuando teníamos naturalizada la explotación, el abuso y la autodestrucción, solía correr del trabajo a buscar a mis hijas en auto a sus colegios. Dos días por semana podía dormir la siesta: salían a las 16.00 y esa pestañada era fundamental. Recuerdo que en ese entonces me mortificaba tener que andar de acá para allá en el auto, hablar con apoderados, ver la libreta de comunicaciones, comprar materiales, prepararles el almuerzo del otro día y meterlos en potes cuyas tapas no aparecían por ninguna parte. Estaba en esa neurosis una tarde. Puse la alarma en el teléfono, la cabeza en la almohada. Soñé con el cumpleaños de mis dos hijas: las vi a la dos sonrientes soplando sus velitas. Desperté llorando. Me lavé la cara, las fui a buscar. De vuelta conversamos de cualquier cosa, las llevé a la plaza y les compré unos helados.

Temas Relacionados

COMPARTIR NOTA