Cristo de Mayo: entre una epidemia de tifus, un terremoto y los azotes de la Quintrala

El Señor de la Agonía es un crucifijo de madera barroco y colonial chileno muy venerado, conocido también como Cristo de Mayo o Señor de los Temblores. Es custodiado por los frailes agustinos y se encuentra en la Iglesia San Agustín.
El Señor de la Agonía es un crucifijo de madera barroco y colonial chileno muy venerado, conocido también como Cristo de Mayo o Señor de los Temblores. Es custodiado por los frailes agustinos y se encuentra en la Iglesia San Agustín.

Con gran parte de los edificios de la capital del Reino de Chile destruidos, una epidemia de tifus y una lenta reconstrucción, el terremoto ocurrido en 1647 sumió a la ciudad en la desesperación. En esos días aciagos, marcados por la religiosidad, surgió el culto a una imagen impactante, el Cristo de Mayo, vinculada a la figura de una mujer cuya vida oscila entre la verdad y el mito.

El Sereno había cantado puntual a las 22 horas de ese lunes 13 de mayo de 1647. La noche otoñal parecía estar en calma en Santiago del Nuevo Extremo, ciudad principal de la Capitanía General de Chile. La gente ya se había recogido a sus casas.

Sin embargo, todo cambió a las 22.30. Un fuerte movimiento comenzó a remecer los cimientos de la ciudad. Todo empezó a derribarse. A pedazos, las casas de adobe comenzaron a desprenderse, aplastando y sepultando a sus habitantes. Solo la gente que alcanzó a arrancar durante los primeros minutos logró salvar sus vidas.

Se cayeron las iglesias con sus elevadas torres. Cayeron las cúpulas, los pórticos y las piadosas imágenes. Incluso, la Catedral de Santiago sufrió la pérdida de dos de sus naves, solo se salvó la nave central, hecha de piedra y cuyos arcos lograron que pese al remezón, no se desestabilizara por completo.

Desde el cerro Santa Lucía –por entonces, solo un peñón árido en medio de Santiago- comenzaron a descarriarse grandes peñascos que se estrellaban con furia por las calles aledañas.

La desesperación recorrió la ciudad. Era noche cerrada, y en esos tiempos solo la luna aportaba algo de luz. Las espesas nubes de polvo levantadas desde los restos de adobe y piedra, solo contribuyeron a incrementar la confusión y el temor de la población.

Desde las ruinas, los heridos gritaban por ayuda. Otros, quizás viendo próxima la cara de la muerte, clamaban al cielo pidiendo el perdón de sus pecados.

"Cayó tan a plomo la ciudad y con tanto silencio, siendo el estruendo tan horrible, que nadie creyó sino que solo en su casa había sucedido la calamidad, y fue tan igual el sentirse las fábricas uniformemente que no se pudo distinguir (o por la turbación o por el suceso) si hubo segundo movimiento", informó la Real Audiencia -el tribunal de justicia de la época-, en su carta al Rey de España, Felipe IV.

Un castigo divino

Las súplicas al cielo y las plegarias del pueblo no eran azarosas. Según ha demostrado la historiografía, en esos tiempos, la idea de que estos eventos eran una suerte de “castigo divino” estaba muy arraigada.

"Todas las manifestaciones de la naturaleza podían ser leídas como signos, tanto para los cristianos como para las sociedades indígenas y africanas. La asociación de las catástrofes naturales con la noción de castigo es judeo-cristiana se puede encontrar en diversos textos, desde la Biblia hasta crónicas y sermones", explica a Culto la historiadora y académica de la Universidad de Chile, Alejandra Araya Espinoza.

"Y en contexto de evangelización como parte de la conquista de las sociedades indígenas estos mensajes formaron parte de las concepciones que se instalaron como explicación válida, e incluso hegemónica. El pensamiento llamado científico no compite necesariamente con la asociación que muchas personas pueden realizar respecto de un terremoto como lección, por ejemplo, o recordatorio de la fragilidad humana", agrega.

A la luz de antorchas, de a poco comenzaron los trabajos para rescatar a los heridos que habían logrado sobrevivir. La gente, viendo destruidas sus casas, comenzó a congregarse en el punto de reunión por excelencia de Santiago en esos entonces: la Plaza de Armas.

Al lugar llegó el entonces obispo de Santiago, Gaspar de Villarroel –quien solo resultó con tres leves heridas en su cabeza-. Diligente, el prelado dispuso que llegasen alrededor de 40 a 50 sacerdotes para la gente que quisiese confesarse. Además, ordenó que el clero restante se distribuyera por las calles de la ciudad para ayudar en las labores de socorro.

Ayudado por los oidores de la Real Audiencia, el obispo Villarroel montó un altar en la Plaza de Armas. Incluso, recibió una caja de hostias consagradas que se lograron rescatar desde la Iglesia de la Merced. Con eso, esperaba confortar espiritualmente a los compungidos santiaguinos.

Según consigna Diego Barros Arana en su Historia general de Chile, de toda la ciudad, el edificio que mejor resistió el embate del terremoto fue la Iglesia de San Francisco. Pese a la caída de su torre, el resto de la construcción permaneció en buenas condiciones.

Los frailes se apresuraron a sacar a la calle la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, considerada patrona de la ciudad, pues el mismísimo Pedro de Valdivia la había traído a su llegada al valle del Mapocho, un poco más de cien años atrás. La imagen fue llevada en devota procesión a la Plaza de Armas.

Aunque no sería la única imagen religiosa que llegaría al lugar.

Una cosa de fe

Que haya sido un altar lo primero en levantarse en la Plaza Armas da cuenta del fuerte influjo que la Iglesia Católica tenía en la sociedad colonial.

"Si la evangelización en tanto imperio del catolicismo en América fue fundamental, ello fue también un principio de distinción entre quienes querían dominar. Ser español y ser católico era una exigencia, hay que recordar que existía la Inquisición y que se trata de sociedades en que cada persona debe escenificar lo que es frente a los demás", señala Alejandra Araya.

"Asistir a la misa no era solo una cuestión de fe, sino también una práctica que reafirmaba la pertenencia a un grupo. Los pueblos indígenas y la población africana debía ser cristianizada, era una obligación de los encomenderos y propietarios de esclavos", agrega.

"En el siglo XVII en los Andes, por ejemplo, se ponen en funcionamiento severos procesos de vigilancia a las prácticas espirituales no católicas que eran consideradas idolatrías. Se consideró por muchos que ya no era tiempo de esperar una conversión y se discutió mucho respecto a si los signos exteriores, como persignarse, eran en realidad una transformación de las antiguas creencias", complementa la historiadora.

Un sismo "de cuatro credos"

Las autoridades españolas comenzaron a preocuparse del orden público. Entre la oscuridad de la noche comenzó a circular un rumor de que los esclavos y los indios intentarían aprovechar la confusión para levantarse y "borrar el nombre del español en Chile". Ante eso, el oidor Antonio Hernández de Heredia reunió un grupo de soldados, los que pudo, y con ellos ordenó la vigilancia de las cajas reales y mandó a tapar las acequias, para que la ciudad no se inundase.

"El terror a una eventual alianza entre indígenas y negros, con el fin de aprovechar 'políticamente' la situación para concretar una virtual venganza por la opresión colonial y borrar la presencia hispanocriolla, no fue un sentimiento aislado de aquellos santiaguinos de mediados del siglo XVII -escribe el historiador Jaime Valenzuela en su artículo El terremoto de 1647, experiencia apocalíptica y representaciones religiosas en Santiago Colonial-. Antes bien, se trataba de un tópico recurrente en ciudades con alta concentración de aquellos grupos, vinculados al abasto de la ciudad y en los espacios de sociabilidad que compartían".

¿Y el gobernador de Chile? En ese entonces era Martín de Mujica, y ese día no se encontraba en Santiago, sino en Concepción, donde estaba ocupado con el control de recientes levantamientos de grupos mapuches en la zona -aunque años después, en 1654, vino un gran alzamiento indígena que arrasó con buena parte del territorio entre Bío Bio y el Maule-. Por la lentitud de las comunicaciones de la época, se enteró de la catástrofe recién el 26 de mayo, a través de un informe que la Real Audiencia redactó y envió a la ciudad penquista.

En el escrito, la Real Audiencia estimó el número de muertos en 1.000 personas "en el más seguro cómputo". Según Valenzuela, el Santiago de entonces sumaba aproximadamente unos 4.000 habitantes, por lo que es probable que la mortalidad fuese bastante alta (un 25% de la población), y es seguro que gran parte de las familias debió lamentar al menos un fallecido.

No hay estimación exacta acerca de la duración del sismo, dado que en la época se medía el tiempo de una manera bastante singular. "Los oficiales reales de tesorería aseveran que el terremoto duró tres credos rezados. El oidor don Nicolás Polanco de Santillana asegura que duró el espacio de cuatro credos", según los testimonios recogidos por el historiador Miguel Luis Amunátegui, en su obra El terremoto del 13 de mayo de 1647 (escrito en 1882).

En su testimonio, el obispo Gaspar de Villarroel asegura que duró "medio cuarto de hora", es decir, unos siete minutos y medio. Sobre lo que sí hay una estimación es sobre la magnitud. El Servicio sismológico de la Universidad de Chile, en un estudio del año 2007, sondea que se trató de un terremoto de magnitud 8,5 en escala Richter.

El milagro del crucifijo

Desde los restos polvorientos de la Iglesia de San Agustín -ubicada entonces en el mismo sitio en que se levanta hoy, en calle Estado-, los frailes se abrieron paso en una procesión, liderada por el obispo Villarroel. Aún tensos por lo ocurrido -cuenta el prelado en su relación-, caminaron descalzos hacia la Plaza de Armas, seguidos por los feligreses que agradecían al cielo, entre lágrimas el milagro que presenciaban: una imagen del templo se salvó intacta de la destrucción total. No podía ser sino un designio divino.

Se trataba del Señor de la Agonía, una imagen de Jesús crucificado que fue tallada por el fraile peruano, Pedro de Figueroa, e instalada en la iglesia en 1613. Tras el terremoto esta fue hallada intacta en su lugar, con la vistosa corona de espinas deslizada desde la cabeza hacia el cuello. Ello permitió que se asociara muy rápido a la catástrofe, en tanto era una señal que confirmaba la acción sobrenatural en lo ocurrido.

"Tienen estos padres un devotísimo crucifijo(…) estaba en el tabique, que cerraba un arco tan fácil de caer, que no tenía que obrar en el temblor y caía la nave toda, quedó fijo en su cruz sin que se lastimase el dosel -cuenta el obispo Villarroel en su testimonio-. Halláronle con la corona de espinas en la garganta como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia; y nos prometimos para lo que quedaba su grande misericordia. Conmovido el pueblo con su antigua devoción y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza".

Las procesiones eran eventos especiales en la sociedad colonial. "Fueron muy importantes en la conquista y colonización de América", explica Alejandra Araya. "Eran parte de los rituales colectivos de carácter periódico que permitían afianzar la evangelización. La devoción a diversas imágenes como parte del culto católico muchas veces contaban con devotos organizados en cofradías, sus miembros contribuían con cuotas al cuidado de las imágenes de santos y santas lo que incluía su limpieza, confección y renovación del vestuario, pago de misas y participación en las procesiones".

Un Cristo barroco

Una vez en la plaza, los frailes colocaron con gesto solemne al Cristo en el altar que se había instalado allí. Pronto surgió el culto a la imagen. El mito asegura que si se intenta mover la corona de espinas desde el cuello, vuelve a temblar. Aunque en un primer momento se le llamó Santo Cristo de la Plaza, con el paso del tiempo pasó a ser conocida como el Cristo de Mayo o Señor de Mayo, la que aún hasta nuestros días se saca en procesión los días trece del mes, en recuerdo del terremoto.

Uno de los rasgos fundamentales de la figura del Cristo de Mayo, es que está fabricada según el patrón estilístico en boga en la época; el Barroco, que se caracteriza por ser muy llamativo. "Se considera una figura barroca, desde la historia del arte, por los elementos altamente expresivos en su factura relacionados con el dolor en el cuerpo de Jesús", explica Araya.

En la época, la imagen fue muy comentada. Su expresión, doliente, de alguna manera resultó conmovedora para quienes lo miraron en medio de la destrucción. "Su semblante acertó a ser tan triste y robados los ojos hacia el cielo, que causaba el miserable espanto y respeto tenebroso y tristísimo", se lee en el informe de la Real Audiencia.

Pero eso tiene una explicación. "Las marcas de látigos y las llagas producidas por los clavos son elementos distintivos, la conexión emocional con las y los devotos era el objetivo de este tipo de imágenes, aspectos que también se complementaban con la iluminación de las velas, el uso de cabello y huesos humanos en algunos detalles", señala Alejandra Araya.

Algunas de estas tallas también incluían mecanismos en el sentido estricto de la palabra, los cuales se activaban al acercarse el devoto. Y en las de mayor tamaño, a escala humana, se incluía el movimiento".

¿Era habitual vestir las imágenes religiosas de ese modo o El Cristo de la Agonía era un caso excepcional? "La práctica de vestir a las imágenes puede tener diversos orígenes y usos culturales, aunque para el caso de las imágenes de Cristo, se ordenó en algunos casos cubrir su cuerpo pues para algunas sensibilidades era ofensivo exponer de ese modo el cuerpo del hijo de Dios", explica Araya.

Las pocas imágenes rescatadas desde los templos en ruinas fueron las primeras en ser llevadas en procesión tras la catástrofe, con la participación del obispo Villarroel y las órdenes religiosas correspondientes. "Todos los eventos luctuosos y catástrofes naturales que vivía Santiago durante la época colonial estaban marcados por rogativas, novenarios y procesiones diversas que clamaban la misericordia de los cielos", detalla Valenzuela.

Azotes, un pollo envenenado y un Cristo expulsado

La iglesia de los Agustinos estaba contigua a la casa de una vecina cuyo nombre se hizo célebre con los siglos: Catalina de los Ríos y Lisperguer, más conocida como la Quintrala. Una mujer aristócrata, heredera de una de las mayores fortunas del país, cuyo abolengo la emparentaba con las primeras familias europeas avecindadas en el Reino.

"Era encomendera y estanciera, manejaba el 'oro' del siglo XVII, el sebo, y con él hacía funcionar las redes de influencia que construían el poder de las elites locales", explica Alejandra Araya.

Su padre, Gonzalo de los Ríos -quien fue además corregidor de Santiago-, poseía encomiendas de indígenas y un ingenio azucarero en La Ligua, trabajado por esclavos negros. La abuela materna, Águeda Flores, tutora legal de la Quintrala a la muerte de sus padres, era hija de uno de los compañeros de Pedro de Valdivia, el alemán Bartolomé Flores (castellanizó su apellido original), quien desposó a Elvira, nieta del curaca (gobernador) inca, Tala Canta Ilabe -de él deriva el topónimo de Talagante-. Es decir, se trataba de una dinastía poderosa, con mucho dinero y conexiones sociales.

¿De dónde viene el apodo "Quintrala"? "Hay dos teorías bastante conocidas sobre el origen del nombre. Uno es una derivación de su nombre Catrala o Catralina (Catalina) -explica la historiadora María José Cumplido-. Posteriormente, se dijo que venía del quitral con cuyas ramas azotaba a sus sirvientes, lo que me parezco demasiado 'Tarantinesco'. Luego, ya en el siglo XX, la escritora chilena Magdalena Petit afirmó que venía por el color rojo de su pelo, lo que concluyó a partir de los libros de Vicuña Mackenna, algo que no hay que creerle tanto. Yo me inclino por la respuesta más simple, la primera".

Alrededor de su nombre se tejió una leyenda negra. Una que la presenta como la villana del período colonial. En general los detalles sobre su vida oscilan entre la realidad y el mito, más al cruzarse con ritos y devociones populares como el del Cristo de Mayo. Su leyenda se propagó con mayor fuerza en el libro Los Lisperguer y la Quintrala: Doña Catalina de los Ríos, publicado por Benjamín Vicuña Mackenna en 1877.

"Fue uno de los grandes difusores de su historia la que publicó por entrega en periódicos y luego como libro; sus indagaciones fueron motivadas por los relatos de sus nodrizas -explica Alejandra Araya-. Buscó documentos con las huellas de Catalina y encontró pocos, particularmente sus testamentos (existen dos al menos) no proporcionan mayores datos respecto de sus delitos o de las historias de perversión y erotismo que las telenovelas suelen explotar".

Según Vicuña Mackenna, con apenas 18 años, se le acusó de haber asesinado a su padre dándole a comer un pollo envenenado. Aunque su tía la denunció ante la justicia nada pudo probarse. "La influencia maléfica pero irresistible de los Lisperguer, de su parentela y su caudal, no admitía contrapeso en la colonia", señala Vicuña en el dicho libro.

Tiempo después, un noble vecino llamado Enrique Muñoz de Guzmán, apareció muerto en una plaza de la capital. Amunátegui afirma que dos de las esclavas de la Quintrala la acusaron de haber invitado al sujeto hasta su casa, donde se le dio muerte. Aunque en un primer momento la justicia ordenó encarcelar a doña Catalina en una celda en el cabildo, finalmente solo debió pagar una multa. Y como no, apareció otro pariente, su tío Pedro de Lisperguer, quien presentó a un esclavo negro como el asesino del desdichado Muñoz de Guzmán. Sin mayor miramiento, fue ahorcado en la Plaza de Armas.

La Quintrala y el Cristo de Mayo

Pero es el novelesco relato de Vicuña Mackenna -sin mayor respaldo documental- el que vincula a la Quintrala con el Cristo de Mayo. Asegura que "casi no queda duda", de que Catalina de los Ríos albergó en su casa al crucifijo.

Fue entonces, según Vicuña, que la Quintrala dio una muestra de su carácter. En alguna ocasión, referida por la tradición popular, el Cristo "volvió airados los ojos" sobre Catalina debido a los azotes y los castigos que proporcionaba a sus esclavos. Otra versión, consignada por el también ex intendente de Santiago, asegura que la razón fue por vestir un pronunciado escote. Como sea, la mujer no soportó la mirada reprobatoria y sin más, hizo expulsar de su residencia a la doliente imagen.

Lo único de lo que se tiene certeza, es que la iglesia de los Agustinos estaba contigua a su propiedad y que algunos de los Lisperguer, estaban sepultados ahí, como solían disponerlo las personas de la elite. La Quintrala, siguiendo la costumbre, legó en su testamento parte de su fortuna para la mencionada iglesia, además dejó un dinero para financiar la procesión del trece de mayo y mandó que se celebrasen mil misas por el descanso de su alma tras su muerte. También solicitó ser sepultada allí, vistiendo el hábito agustino.

Todas esas historias de azotes, muertos y crucifijos expulsados -sumadas a los líos con la justicia- contribuyeron a forjar la leyenda de Catalina de los Ríos, como una mujer déspota que azotaba sin piedad a los trabajadores y esclavos de sus haciendas e ingenios; además, según Vicuña, habría incursionado en la hechicería y la magia negra.

Una imagen difundida en libros y producciones televisivas como la miniserie La Quintrala (1987), protagonizada por Raquel Argandoña, o la teleserie nocturna, La doña (2016), con Claudia di Girólamo en el rol estelar.

Pero las expertas guardan distancia con la leyenda. Aseguran que en rigor, las prácticas abusivas por parte de los hacendados eran comunes en la época. "El hecho de que la Quintrala haya cometido los abusos, aunque no lo sepamos bien a ciencia cierta, era algo que hacían prácticamente todos -explica María José Cumplido-. Lo que causó peculiaridad, y no en la época, sino más bien a Vicuña Mackenna, es que esos castigos los haya hecho una mujer que, supuestamente y debido a una mirada masculina sobre la mujer, debía ser dulce. Es Vicuña Mackenna quien la transforma en un ser maligno, pero históricamente, se comportaba como un hacendado cualquiera".

Alejandra Araya aporta con algunos datos muy reveladores. "Yo encontré parte de los procesos judiciales en el juicio de residencia al Gobernador Francisco Meneses, estos se instruyeron por maltrato a la gente de su servicio, que incluyeron la muerte de una esclava cuyo cuerpo no se pudo encontrar. Con más de setenta años de edad, entre 1666 y 1667, debió cumplir prisión en su domicilio por dar pagos indebidos al gobernador, que fue destituido por cierto".

"Hay que recordar que la Colonia es una época bastante violenta en comparación con lo que hoy estamos acostumbrados -agrega María José Cumplido-. No solo era común el maltrato de los hacendados hacia sus trabajadores y esclavos, sino que también había una violencia generalizada. Si tú caminabas por Plaza de Armas en esa época era bastante común ver a bandidos o a otros delincuentes colgados a plena luz del día y a la vista de todos".

En esos tiempos violentos, con el temor constante a la sublevación de mestizos e indígenas ¿cuál era el lugar reservado a la mujer en la sociedad colonial? "En general las mujeres de élite la Colonia estuvieron dedicadas a la economía de la casa. Los espacios que ellas ocupaban eran básicamente el hogar y la iglesia", explica la autora de Chilenas Rebeldes (Montena, 2018).

"Por otro lado las mujeres mestizas podían casarse y hacerse cargo de la casa o trabajaban como sirvientas en las haciendas -agrega-. Ni las mujeres de élite, mestizas o indígenas tenían acceso a la educación. Aunque en casos particulares, algunas mujeres encontraban un lugar para adquirir conocimientos en los conventos como lo hizo Úrsula Suárez. Pero como se puede ver, su rol primordial era el espacio privado".

Para las historiadoras, el caso de la Quintrala resume la reacción frente a las mujeres que lograron tener gran influencia en la sociedad. "Efectivamente las mujeres viudas con hacienda podían y tuvieron, en muchas partes de América, gran poder. Catalina sin duda fue una de ellas y, al ser mujer, su imagen sirvió mucho como ejemplo tanto de las conductas que no eran consideradas propias de su sexo, como también como ícono de los siglos coloniales asociados por los liberales con la superstición a la que también consideraban responsable a la Iglesia Católica", señala Alejandra Araya.

Reconstruir una capital

La reconstrucción del devastado Santiago comenzó al día siguiente del terremoto. Aprovechando los mismos maderos de las casas destruidas y alguno que otro material que se encontrasen en los escombros, la gente comenzó a construir ramadas y chozas, a modo de precarias viviendas provisorias. Cada cual, como podía, intentaba reconstruir lo que el terremoto había hecho caer en unos minutos. Incluso la sede del cabildo fue reconstruida temporalmente con un edificio de madera.

No había agua potable, pues los escombros taparon las fuentes y conductos. La comida empezó a escasear y por tres meses no hubo pan en la ciudad dada la destrucción de molinos. Aunque el producto escaseó incluso en los años siguientes.

El gobernador Mujica decidió aportar de su peculio personal la suma de dos mil pesos para crear un fondo con el fin de reconstruir la capital. A ese le añadió seis mil pesos que tomó de la caja real. Enseguida, mandó un emisario para avisarle al virrey del Perú sobre la catástrofe y pedirle alguna ayuda.

En El Callao, la noticia recién se supo el 7 de julio, día en que estaban dispuestas unas fiestas públicas para celebrar la culminación de unos trabajos en que se construyeron fortificaciones en el puerto. El virrey, al enterarse de lo ocurrido en Santiago, suspendió las celebraciones en el acto y dispuso el envío de 12.267 pesos para auxiliar a la ciudad. Asimismo, el arzobispo de Lima colocó otros seis mil.

En Santiago, las ayudas tardaban en llegar. Los oidores de la Real Audiencia propusieron trasladar la capital de sitio, pero el cabildo desechó la idea. La ciudad sería reconstruida en el mismo lugar donde fue fundada originalmente, en 1541.

Pero las malas nuevas no cesarían. Fuertes lluvias y granizos comenzaron a caer sobre Santiago los días posteriores al terremoto, lo cual trajo como consecuencia el desborde del río Mapocho, que terminó por inundar los restos de la golpeada ciudad. Asimismo, la población comenzó a morir de frío, de hambre, y también de un nuevo mal que se hizo presente: el tifus.

El tifus permaneció en Santiago por años. "De hecho, a fines de 1649 seguía su expansión en forma incontrolada, cobrando vidas incluso al interior de comunidades religiosas como los franciscanos, quienes, viviendo calamitosamente, "así en el sustento, vestuario y grandes penalidades", habían sido "apretados" por la epidemia, 'perdiendo las vidas muchos'", señala Jaime Valenzuela. Recién en 1650 la enfermedad desapareció, solo para ser reemplazada por la viruela, hasta al menos, 1653.

Mujica recién volvió a Santiago en octubre, dado que las lluvias cortaron los caminos.

En España, el rey Felipe IV tomó conocimiento del desastre recién a mediados del año siguiente, 1648. En un principio, su instrucción fue que tanto el gobernador como la Real Audiencia se las arreglasen por sí mismos. "Vean qué medios y arbitrios podrán beneficiarse en esa provincia para que, con lo que fructificasen, se pueda acceder en parte al remedio de necesidad tan urgente, porque no recaiga todo sobre mi real hacienda", señaló el monarca a través de una real cédula.

Sin embargo, ante la insistencia desde Chile, y viendo la gravedad de la situación, decidió, en julio de 1649, eximir a la ciudad de Santiago del pago de tributos por un período de seis años, pero mantuvo su postura de no enviar recursos económicos al lejano territorio. ¿El motivo? Porque las guerras en que se encontraba envuelta la metrópoli en Europa, estaban consumiendo gran parte del tesoro real.

La capital tardó en volver a la normalidad. Pasado un año del terremoto, la mayoría de las casas aún no se reconstruían definitivamente. Incluso, cuatro años después, el edificio de la Real Audiencia no estaba listo. "Aún funcionaba en forma provisoria 'en una sala que se dispuso en medio de la plaza'. A estas alturas y tomando en cuenta los lluviosos inviernos y anuales inundaciones que había sufrido la ciudad, la construcción 'amenazaba ruina por estar sobre unos maderos, que con la humedad de la tierra están podridos'", escribe Jaime Valenzuela.

Este no sería el único terremoto que viviría el Chile colonial. Exactos diez años después, en 1657, un sismo azotó Concepción. Pero esa es otra historia.

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