Guitarrazos y azotes en Acapulco: la olvidada expedición de Lord Cochrane que llevó la cueca a México

Entre enero y febrero de 1822 -hace exactos 200 años- la expedición libertadora del Perú, al mando del célebre almirante inglés, llegó hasta las costas de México persiguiendo a las últimas naves españolas en el Pacífico. Pero además de la dura disciplina impuesta a los marinos y las intrigas entre San Martín y Cochrane, el viaje tuvo una consecuencia insospechada al introducir la floreciente zamacueca en el apacible puerto mexicano.

Se suponía que las cosas iban a ir mejor, pero tras la proclamación de la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821, las tensiones subyacentes entre las filas patriotas acabaron por estallar. En especial entre los dos líderes militares que comandaron la expedición libertadora al antiguo virreinato; el protector de Perú, general José de San Martín, y el comandante de la escuadra enviada por el gobierno chileno, el célebre Lord Thomas Alexander Cochrane.

En realidad, la relación entre ambos fue tirante. El arisco, frontal y orgulloso marino inglés, nunca toleró del todo la subordinación ante el prócer argentino, a quien consideraba “un intelecto militar inferior”. Pero la contingencia le entregó un motivo más mundano; Cochrane reclamó al general que a su tripulación no se le había pagado el salario, y se hallaban en condiciones miserables. Por ello, varios habían desertado, y atraídos por una mejor paga, se habían puesto al servicio de la naciente marina de Perú.

“Chile confiaba en que San Martin costearía los gastos de la escuadra cuando se hubiesen conseguido los objetos de la expedición -recuerda el marino en sus memorias-. Pero en vez de cumplir con este deber, consintió en que la escuadra pereciese de hambre, que sus tripulaciones anduviesen cubiertas de andrajos y que los buques se hallasen en riesgo continuo por faltas en el equipo, que Chile no pudo proveer al salir de Valparaíso”.

Hombre de acción, Cochrane decidió que no estaba para esperar más tratativas. Con los hombres que le quedaban a su mando, decidió levantar anclas y navegar hasta la localidad de Ancón. Allí encontró a la nave Sacramento, la que transportaba el dinero que, se suponía, se usaría para pagar a los marinos. El inglés no tuvo tiempo para ceremonias, y se apoderó del botín de veinte mil pesos que repartió entre sus hombres.

Lord Cochrane
Lord Cochrane

La acción le valió al marino una acusación y la orden perentoria de San Martín de regresar a Chile. Pero él no aceptó. Menos cuando se enteró que todavía rondaban naves bajo la bandera real en el Pacífico. Por ello, consideró que su misión no había terminado y ordenó seguir aguas al norte, hacia México, ya que le habían llegado reportes de la presencia de dos buques enemigos; las fragatas “Prueba” y “Venganza”.

Pero antes que los cañones de los realistas, Cochrane debió superar obstáculos igual de complejos antes de navegar. Los barcos estaban faltos de provisiones, y mermados por las deserciones, habían pocos hombres para hacerlos andar. Por ello, ordenó el regreso a Valparaíso de la fragata “Lautaro” y el bergantín “Galvarino”. Distribuyó las provisiones que quedaban, y decidió partir a Guayaquil -con la bandera de la estrella solitaria a tope- para abastecerse y reparar las naves que le quedaban; “O’Higgins”, “Valdivia”, “Independencia”, el “Araucano” y la “Mercedes”.

La cacería rumbo a México

La escuadra permaneció fondeada en Guayaquil durante dos meses, hasta los primeros días de diciembre de 1821, cuando retomó la marcha. Pero las cosas no iban bien. Por la escasa dotación y los daños que persistían en los barcos, la navegación fue lenta, lo que exasperaba al siempre decidido Cochrane.

Para empeorar la situación, frente a las costas de Nicaragua se desató una feroz tormenta, que puso en riesgo a la corbeta “O’Higgins”, ya que tenía una vía de agua no reparada del todo en Guayaquil. Ansioso ante la posibilidad de no encontrar a las naves enemigas, el almirante ordenó al capitán Simpson, al mando del bergantín “Araucano”, navegar raudo hacia Acapulco y tomar noticias de las naves que perseguía.

La decisión de Cochrane se explica por una razón. “El ‘Araucano’ había sido construido en Boston especialmente para corsario y tenía por lo tanto un velamen bien diseñado que lo hacía extraordinariamente rápido”, detalla el historiador Carlos López en su artículo Barcos chilenos en California, de la revista de Marina.

José de San Martín proclama la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821
José de San Martín proclama la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821

Por entonces, Acapulco era apenas un villorrio que cumplía una sola función específica durante el período colonial. “El elegante balneario de hoy día, era entonces un caserío de casas muy blancas y de dos fuertes poderosos que dominaban por completo el fondeadero interior. Su única razón de existencia era que servía de término a los galeones de Manila que traían el comercio español del Lejano Oriente a México”, detalla López.

Días después, Simpson llegó hasta Acapulco al mando del “Araucano”. Al entrar en la bahía notó un galeón mercante español que realizaba labores de carga sin ser molestado. El osado capitán decidió bajar a tierra para enterarse de lo que sucedía, y así buscar alguna información sobre los barcos enemigos.

Sin embargo, apenas pisó suelo mexicano el oficial fue detenido por las autoridades del puerto. Fue liberado días más tarde y el propio gobernador, Vicente Guerrero, le ofreció excusas; lo habían confundido con un pirata, le dijo. Mientras, el carguero español se había largado.

Corrían días tensos en México. En septiembre del año anterior, el general Agustín de Iturbide asumió la presidencia del país, tras proclamar la independencia de la corona española a partir del llamado Plan de Iguala, un pacto que unió a liberales y conservadores en torno a un orden que mantenía buena parte de la estructura de poder colonial, ahora para los criollos, y aseguraba el estatus exclusivo de la Iglesia Católica en el plano religioso.

Agustín de Iturbide (Photo by DeAgostini/Getty Images)
Agustín de Iturbide (Photo by DeAgostini/Getty Images)

Acaso lo más importante es que el acuerdo propició la instalación de una monarquía constitucional, para lo que se ofreció la corona a un príncipe europeo. Pero la situación era compleja, ya que España no reconocía el proceso mexicano y las naciones europeas evitaban cualquier movimiento brusco para así evitar una crisis internacional.

Ello explica, en parte, la insólita situación del capitán Simpson en Acapulco. Tras ser liberado, esperó la llegada de Cochrane con el resto de la escuadra, a fines de enero de 1822, y de inmediato le informó de lo ocurrido. ¿Pistas sobre el enemigo? nada.

La zamacueca suena en Acapulco

Los días del “Araucano” en la bahía de Acapulco, fueron aprovechados por la dotación del barco. Como destaca el reciente estudio de Andrés Baeza, El otro imperio, en su mayoría los marineros eran campesinos poco habituados a la ruda vida en al mar, y a la férrea disciplina impuesta por los oficiales británicos. Estos no trepidaban en imponer duros castigos físicos para hacerse obedecer.

“El abuso de poder por parte de oficiales británicos, particularmente expresado en los castigos corporales, fue una práctica extendida durante los primeros años de funcionamiento de la Armada de Chile -detalla Baeza en el texto-. En los registros oficiales se informan varios casos de abusos de poder y castigos corporales, lo que confirma la existencia de dicha práctica. La violencia se ejerció debido a las condiciones culturales y materiales y no simplemente porque un grupo específico era representativo de una nacionalidad particular”.

Según Carlos López, la tripulación de la escuadra integraba tanto a chilenos como a peruanos, quienes poco a poco comenzaban a formar sus identidades nacionales. Pero tras meses de navegación y azotes a bordo, varios decidieron bajar a tierra, guitarra en mano, para distenderse en las ramadas y chinganas locales. Así, muy lejos de Valparaíso y El Callao, el ritmo de la zamacueca -el antecedente directo de la cueca actual- comenzó a sonar en las tierras de Acapulco.

“La escuadra chilena en Acapulco dejó una canción, un remedo casi irreconocible de nuestra ‘cueca’ que todavía se baila en el estado de Guerrero con el nombre de ‘La Chilena’”, detalla el historiador.

Diversos estudios han situado el origen de la zamacueca en el virreinato del Perú, a partir de la derivación de las danzas de mulatos y mestizos; la forja por excelencia de la identidad criolla. Así también lo planteó el músico José Zapiola Cortés, quien en sus Recuerdos de Treinta Años, detalla que esta llegó desde Lima.

Pero hacia los primeros años de la república, el baile se popularizó en las chinganas, acaso el espacio de socialización y recreo por excelencia de los gañanes y “chinas” de las clases populares; en su Biografía de la cueca, el autor Pablo Garrido, asegura que por tal razón el baile era mirado con recelo por la elite, más habituada a otro tipo de danzas, aunque al parecer, Diego Portales no eludía una ocasión para zapatear hasta la madrugada.

Así se ha asentado la tesis de la llegada de la cueca por difusión de los tripulantes de la escuadra. Una idea que se ha asentado en base a la investigación etnográfica y los cruces entre “La chilena” del actual estado mexicano de Guerrero, y los bailes del sur de América.

“Es evidente que la transmisión de la cueca en el puerto de Acapulco se dio en un momento de celebración, de fiesta -explica el antropólogo Fermín Estudillo en su estudio La Chilena de Santiago-. El contexto planteado es el que probablemente propició el ambiente adecuado para que los bailes chilenos y peruanos se dieran a conocer en las calles del puerto, generando que los contingentes que se encontraban presentes se identificaran; algo encontraron en esa música el público y los músicos locales que motivó a involucrarse con otros individuos, al grado que se siguiera interpretando”.

Cuando flameó la bandera de Cochrane

Una vez informado por Simpson de lo ocurrido a su llegada a Acapulco, Lord Cochrane decidió tomar la iniciativa. Fiel a su estilo, hizo llegar una nota a las autoridades mexicanas haciendo ver sus intenciones, pero al mismo tiempo hizo entrar a sus barcos a la bahía con la orden de estar preparados para combatir, ante cualquier hostilidad. Finalmente, fue bien recibido. Su nombre ya tenía -buena y mala- fama en el Pacífico.

“El gobernador nos recibió cortésmente, aunque con algún recelo de su parte, de que intentásemos apoderarnos de los barcos mercantes españoles que había anclados en el puerto -recuerda Cochrane en sus memorias-. Por eso encontramos el fuerte defendido con una numerosa guarnición y con otros preparativos para el caso que fuésemos hostiles”.

Entrada al Fuerte San Diego, Acapulco
Entrada al Fuerte San Diego, Acapulco

Al enterarse de lo ocurrido, Agustín de Iturbide -quien meses más tarde fue proclamado emperador de México con el nombre de Agustín I- hizo llegar una nota de saludo a Cochrane, en la que lamentó no poder visitarlo, pero lo invitó a su palacio. Sin embargo, el almirante declinó la invitación.

Días después, Cochrane pudo obtener la información que tanto deseaba. “El 2 de febrero llegó a Acapulco una embarcación trayendo la noticia de que las fragatas españolas navegaban hacia el sur -detalla en sus memorias-. A pesar del mal estado de nuestros buques, me determiné a ir en su persecución”. Es decir, con toda seguridad la escuadra y los buques enemigos se cruzaron en altamar.

Sin tiempo que perder, el almirante ordenó al “Araucano” y la “Independencia” dirigirse a California para adquirir provisiones de harina y charqui -lo que da para otra historia, pero era una remota colonia española que, por una serie de hechos precipitados por la presencia de los buques, declaró su independencia- y luego seguirle rumbo al sur, hacia Guayaquil. Allí, aseguraba, podría por fin capturar a la “Prueba” y la “Venganza”.

Y su intuición no erró. Con los tripulantes apremiados por el hambre y al borde del amotinamiento, los barcos españoles se vieron obligados a recalar en el puerto, que hoy es parte de Ecuador.

Allí, las autoridades locales jugaron su última carta; hicieron notar a los comandantes realistas que la escuadra de Cochrane estaba a pocos días de llegar y los iba a capturar de todos modos, así que se les conminó a entregarse a la bandera del protectorado del Perú -es decir, a San Martín- a cambio de pagarles los salarios adeudados y la nacionalización asegurada a quienes deseaban quedarse sirviendo en Sudamérica. Cuando el almirante inglés arribó al puerto y vio la bandera peruana flamear en los palos de los buques que había perseguido con esmero, hirvió de rabia.

Pero tuvo tiempo para tomar por su mano parte de la gloria que, sentía, le habían arrebatado. Sin más, ordenó al comandante de la “O’Higgins”, apoderarse de la “Venganza”, y enarbolar en ella la bandera chilena, junto a la peruana que lucía en lo alto. Así se hizo. El evento, como no, generó un cruce con las autoridades locales, que casi se zanja a balazos. Finalmente, llegaron a un arreglo y Cochrane se marchó a Valparaíso, donde fue recibido como una leyenda. Su nombre, resonó en todo el Pacífico.

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