“No sabemos dónde”: el profundo secreto que oculta la Ballena fin

Ballena fin sube a tomar aire a la superficie. FOTO: Carlos Olavarría
Ballena fin sube a tomar aire a la superficie. FOTO: Carlos Olavarría

Cazada casi hasta su extinción en los 80, el segundo cetáceo más grande del mundo, de a poco, se ha recuperado. Pero nuevas amenazas han aparecido. “Debemos proteger los lugares de reproducción, pero no sabemos dónde están”, dice el biólogo marino Carlos Olavarría, uno de los que ha buscado develar su enigma clave.

—Son animales muy grandes. Nosotros como humanos no estamos acostumbrados a esos tamaños... ¿Qué es lo más grande a lo que uno tendrá acceso normalmente? ¿Una vaca? ¿Un perro grande? ¿Un caballo? Con suerte... Y ya uno se asusta un poco con los tamaños... Pero esta es otra dimensión, son muchos, muchos más metros y toneladas de animal. Eso realmente me sobrecoge.

Esas palabras, sorprendidas, como si fuese primera vez que las dijera, son de Carlos Olavarría, biólogo marino y director del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (Ceaza). Él se refiere a la ballena fin (Balaenoptera physalus), la segunda más grande del mundo tras la azul (B. musculus), llegando a medir 27 metros y pesar hasta unas 80 toneladas, según Los cetáceos y otros mamíferos de Chile (Libro Verde, 2022).

Con el ojo entrenado, estos cetáceos son fáciles de reconocer, al ser “bien distintivos”, asegura el científico, principalmente por su “muy característica” aleta dorsal. Además, son la única especie con una doble coloración en el labio de la mandíbula inferior derecha, que es blanco. “Si la ves por ese lado, altiro sabrás si es una ballena fin; resalta mucho”, asegura a La Cuarta.

Ballena fin sale a respirar. FOTO: Carlos Olavarría
Ballena fin sale a respirar. FOTO: Carlos Olavarría

Los antepasados de los cetáceos —conocidos como arqueocetos— se habrían adentrado en la vida acuática, inicialmente anfibia, hace unos 50 millones de años, en el periodo Eoceno, siendo —quizá inesperadamente— una ramificación de los artiodáctilos (Artiodactyla), o sea del orden que incluye a vicuñas, ciervos, jirafas, chanchos e hipopótamos. Pero, en vez de una dieta herbívora, prefirieron los peces y otras criaturas marinas de comida.

En este infraorden, las ballenas fin pertenecen a los misticetos (Mysticeti), siendo la característica más distintiva de este grupo poseer barbas en vez de dientes. Hace unos 30 millones de años, durante el Oligoceno, sus predecesores habrían divergido de la otra gran rama de estos mamíferos marinos: los odontocetos (Odontoceti), que son los delfines, orcas, zifios, narval y beluga… aunque eso será tema de otra historia.

Durante dos siglos, la ballena fin fue la especie más cazada a lo largo y ancho del Hemisferio Sur. Sin embargo, al menos en Chile, esta práctica fue prohibida en 1985. Sus poblaciones se encuentran protegidas hace casi cinco décadas, permitiéndoles resurgir lentamente. Actualmente, se la considera en estado “vulnerable”, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). “De a poco ha ido recuperándose, de una manera mucho más lenta que otras especies, como la ballena jorobada (Megaptera novaeangliae), que ya casi ni se considera que tenga problemas de conservación”, plantea Olavarría.

Ballena fin en el archipiélago de Humboldt. FOTO: Dalila Parraguez (@dalilaparraguez)
Ballena fin en el archipiélago de Humboldt. FOTO: Dalila Parraguez (@dalilaparraguez)

En el archipiélago de Humboldt, hasta la década de los 90′, sólo se la veía durante el verano, particularmente en enero y febrero. “Pero de a poco se ha ido extendiendo este periodo”, asegura y, por ejemplo, en el 2022 se vieron individuos cerca de la costa durante todo el año.

Eso sucedería, porque “a medida que van aumentando los tamaños poblacionales, no todos los animales migran, algunos se quedan también acá en esta zona”, remarca, lo que además es una “buenas noticia para los operadores turísticos”, destaca, ya que el negocio de los avistamiento ha dejado de ser “muy estacional”.

En el Hemisferio Sur, está ballena suele alimentarse en las frías aguas subantárticas y antárticas. Así, se esperaría encontrarla en Chile en el Paso de Drake, es decir, en el tramo oceánico entre Cabo de Hornos y la Antártica. Sin embargo, plantea el biólogo, en el país suele extenderse a lo largo de toda la corriente de Humboldt, hasta bien al norte.

“En este momento, diría que es la especie más abundante, que se encuentra en mayor cantidad durante el verano”, se aventura. Aquel escenario se debería a las condiciones oceanográficas, explica, siendo el principal factor una “buena cantidad de alimento” para esta especie. Y en el archipiélago, en el límite de las regiones de Atacama y Coquimbo, se da ese fenómeno, siendo un sitio clave para su estudio.

Aleta dorsal de una ballena fin. FOTO: Carlos Olavarría
Aleta dorsal de una ballena fin. FOTO: Carlos Olavarría

Despejar dudas

Para el trabajo en terreno, los investigadores recurren a embarcaciones de los lugareños, incluso de operadores turísticos.

Al comienzo, de entrada se preguntaron dónde se encontraban estos cetáceos y qué comían. Olavarría y otros investigadores recorrían todo el archipiélago que abarca las islas Chañaral, Choros y Damas, en zigzag, y hacían estimaciones relativas de su abundancia en la zona, recorriendo desde las caletas de Chañaral de Aceituno hasta Punta de Choros, en media hora de navegación.

Más adelante, arrancaron con los estudios para identificar individuos, lo que implicó sacarles fotos, específicamente a sus aletas dorsales, en la espalda, “que es distinto a la ballena jorobada que se identifica por la cola”, compara. “Con la aleta dorsal se puede identificar a los distintos individuos, y que buena parte de ellos regresan año a año, y se mantienen durante el verano en esta misma área comiendo”, detalla. “Así los individualizas”.

Ya en el último tiempo, se han interesado en entender cómo interactúan las ballenas con su medio ambiente. Para ello han puesto el foco en el krill, pequeño crustáceo que compone el 99% de su alimento, en particular la especie Euphausia mucronata —que no es la misma de la Antártica, a pesar de pertenecer al mismo grupo—. Y como no es tan fácil toparse a las ballenas comiendo, recurren a sus fecas para analizarlas.

La respiración de la ballena fin. FOTO: Carlos Olavarría
La respiración de la ballena fin. FOTO: Carlos Olavarría

Luego vino la pregunta del millón: ¿Dónde están pariendo? ¿Dónde nacen sus crías?, considerando que los fugaces instantes que se asoman esconden toda la vida que transcurre bajo el agua. “Estos animales están en la superficie durante tres o cinco segundos, y de ahí se van”, advierte. “Hay todo un mundo por seguir investigando y conociendo”. No son una especie que haga piruetas; ni siquiera muestran la cola antes de bucear.

“Ahí empezamos a entender sus movimientos en profundidad”, plantea Olavarría sobre aquel paso. Les pusieron sensores para registrar; y también les plantaron un hidrófono, con la intención de capturar sus vocalizaciones, aunque son más silenciosas que otros linajes. También, los dispositivos contaban con una pequeña cámara que permitía a los investigadores ver lo mismo que la ballena bajo el agua.

Hoy, los científicos saben cómo se mueven a “gran escala” estos cetáceos en los ejes “x” e “y”, es decir, hacia arriba y abajo, y a los lados, explica el biólogo marino.

A finales de enero, en el marco de un proyecto colaborativo entre siete instituciones —como el Centro Ballena Azul, Copas Coastal, Eutropia y el propio Ceaza—, les pusieron otros aparatos que, al transmitir durante más tiempo, “en el mejor de los casos, sabremos dónde van a reproducirse”, dice. Y de pasada, podrían entender “un poco” cómo son sus migraciones. Ellas alcanzan velocidades de unos 37 kms/hr.

Este es el segundo cetáceo más grande del mundo. FOTO: Carlos Olavarría
Este es el segundo cetáceo más grande del mundo. FOTO: Carlos Olavarría

De los cinco chips satelitales que les puso el investigador Rodrigo Hucke Gaete a las ballenas, sólo dos de ellos seguían transmitiendo, al menos hasta abril. “Básicamente estas marcas se pegan a los animales como una astilla”, explica. “Entonces hay harto rechazo del cuerpo, por lo que finalmente se sale por sí sola, como nos pasa a nosotros también”.

Se sabe que el verano se lo pasan en las aguas más frías. Pero en invierno se mandan a cambiar a sus sitios de reproducción, en teoría. “Es lo que no sabemos y estamos tratando de ver ahora”, adelanta. Ni siquiera las varias décadas de caza permitieron develar esta incógnita.

El plan es que los transmisores implantados, que envían una señal cada vez que los cetáceos se asoman a tomar aire (entre ocho y diez veces al día), sigan emitiendo información en agosto y septiembre, que, según él, son los meses clave.

Desde el 2017, los científicos han monitoreado este archipiélago con ayuda de hidrófonos, lo que le permite escuchar los sonidos que emiten, y así saber cuándo llegan y se van, y qué especies son las que aparecen. Además de ballenas fin, han registrado azules, francas (Eubalaena australis) y jorobadas; también delfines nariz de botella (Tursiops truncatus), oscuros (Lagenorhynchus obscurus), grises (Grampus griseus) y orcas (Orcinus orca).

Los orificios de una ballena fin para respirar. FOTO: Dalila Parraguez (@dalilaparraguez)
Los orificios de una ballena fin para respirar. FOTO: Dalila Parraguez (@dalilaparraguez)

En general, de los animales que más se sabe son los que pasan más tiempo cerca de la costa para reproducirse y criar, como es el caso de las jorobadas, explica Olavarría. Sin embargo, ocurre distinto con los cetáceos que van a mar abierto,

“que es probablemente lo que encontraremos en este caso”, advierte sobre las fin. “Si las áreas de reproducción estuvieran entre Valparaíso y la Isla de Pascua, nadie las va a ver o conocer”, ejemplifica. “Probablemente vamos a encontrar algo sorprendente, pero no sabemos dónde”.

De hecho, en el archipiélago de Humboldt los investigadores nunca han visto una cría de este cetáceo: ¿Por qué? “La teoría debiera decir que en el invierno pasado nacieron crías y deberían llegar hembras con crías a comer aquí, pero eso no pasa”. “Solamente llegan subadultos o adultos”, o sea, de al menos 30 kilos.

—¿Crías? —dice—No aparecen.

La ballena impactada

En los últimos años han aumentado los avistamientos de estas ballenas en el centro-norte del país, e incluso sitios como Mejillones, en Antofagasta, se han convertido en puntos clave para observarlas. “Ese es uno de los lugares clave para poder proteger”, advierte, ya que ahí hay un problema un “poquito más grave o difícil”, ya que desde ese puerto salen las embarcaciones de las termoeléctricas y la minería nortina, lo que genera la amenaza de las colisiones con los grandes barcos.

“Son las ballenas más afectadas por colisiones de embarcaciones”, asegura. Es un problema que también despierta interrogantes, “porque tampoco lo tenemos muy claro”, plantea. Así, por ejemplo, una especie como la jorobada no se ha visto tan afectada por estos choques; a diferencia de la fin, que durante el 2022, Sernapesca registró unos ocho individuos muertos por esta causa.

“¿Por qué son ellas y no otras especies?”, se pregunta. “Tenemos el caso de Magallanes, donde están las ballenas jorobadas, y ese estrecho es uno de los pasos más usados para embarcaciones, y no aparecen tantas jorobadas muertas allá; hay como un registro nomás”. “¿Son más capaces de darse cuenta cuando viene una embarcación grande? ¿Y las fin no?”, lanza como hipótesis. “No sabemos todavía”.

Pero en concreto, para hacerse cargo de este drama, una medida que se ha tomado en Mejillones, tras un acuerdo entre el sector portuario, la Marina y las organizaciones sociales, es que los barcos bajen la velocidad cuando estén a dos kilómetros del puerto. “Con eso se han minimizado bastante”, destaca respecto a las colisiones. “De hecho, creo que no han habido reportes de ballenas varadas con signo de embarcación que le haya pasado por encima”.

Así, en la suma y la resta, sus poblaciones irían al alza. Por ahora.

Ballena fin de costado. FOTO: Carlos Olavarría
Ballena fin de costado. FOTO: Carlos Olavarría

“Creo que seguirá aumentando el número de animales que estaremos viendo y, si las condiciones se mantienen así, debiéramos estar viendo cada vez más animales en Chañaral de Aceituno y Mejillones”, pronostica el investigador. La tónica debiese ser la misma que con las jorobadas, plantea Olavarría, que están protegidas de la caza desde 1966, o sea, dos décadas antes que las fin. “Y las vemos muy bien”, asegura.

Pero igual hay que prestar atención al mediano plazo, advierte, ya que el cambio climático influirá en la disponibilidad de comida en los océanos, en “la distribución del krill”, dice. Quizá en 50 años no habrán las mismas concentraciones de estos pequeños crustáceos, al considerar los cambios de temperatura, salinidad y oxígeno del agua. “Esa es una gran incertidumbre que todavía se tiene”, admite.

Por lo tanto, ante las amenazas para la conservación de la especie, asegura Olavarría, resulta clave saber dónde se alimentan y dónde se reproducen estos cetáceos . “Son los momentos clave en la vida de estos animales”, remarca, por lo que resulta central la protección de estos lugares. “Sabemos que las ballenas vienen a comer al archipiélago de Humboldt”, dice. “También debemos proteger los lugares de reproducción, pero no sabemos dónde están”.

Primer plano de una ballena asomada en la superficie. FOTO: Carlos Olavarría
Primer plano de una ballena asomada en la superficie. FOTO: Carlos Olavarría

La memoria misteriosa

No está claro pero, de alguna manera, estos cetáceos se las arreglan para recordar los sitios donde comen y se reproducen. Siempre regresan gracias a una suerte de memoria. Al parecer, en el primer año de vida, las madres llevan a sus crías a estos lugares, para que repitan este itinerario cada temporada. “Entonces se perpetúa este retorno a estas áreas de reproducción y alimentación”, describe. “Hay una cierta predicción de dónde deberían estar llegando estos animales”.

Estos gigantes mamíferos, que llegan hasta las 80 toneladas, finalmente van de un lugar a otro del hemisferio en busca de comida y, donde pillan, permanecen “hasta que no hay más, y se van nuevamente”, relata, retoman su peregrinación.

En el trayecto, “son un poquito más solitarias que de andar en grupo”, describe Carlos. “No las ves muy cerca la una de la otra”. Eso sí, advierte que, tal vez, a pesar de andar separadas por un par de kms, probablemente, logran percibirse en la distancia con sus amplias vocalizaciones, y pensar algo así como: “Andamos todos todavía por acá”. Él cree que, aun con esa separación, les bastaría para no sentirse solas.

Todas esas rutinas envuelven las grandes incógnitas de Carlos sobre estas ballenas: “¿Cómo lo hacen para recordar que tienen que volver a los mismos lugares de alimentación y reproducción tras recorrer miles de kms y sin equivocarse?”, se pregunta con intriga. “La migración en sí es maravillosa, increíble”.

En principio, los investigadores esperaban que las ballenas a las que pusieron chips se movieran hacia el norte de abril en adelante. Sólo eso. El resto era incertidumbre, porque el océano, como el cielo, coquetea con el infinito.

Ballena fin sale a respirar y asoma aleta dorsal. FOTO: Carlos Olavarría
Ballena fin sale a respirar y asoma aleta dorsal. FOTO: Carlos Olavarría

“Sabemos que las áreas de reproducción no serán costeras, lo asumimos, porque sino ya alguien o nosotros las habríamos visto”, destaca. “Lo más probable es que se vayan a aguas más tropicales”, dice, simplemente al aplicar la teoría de que hacia el invierno se alejan del frío. “Creo que serán lugares bien mar adentro”, supone.

Durante meses pudieron seguir “más menos” en tiempo real donde andaban las dos ballenas que seguían con los transmisores, a través de los reportes entregados por el biólogo marino e investigador Luis Bedriñana; de hecho, a mediados de abril una de ellas andaba frente a la ciudad de Coquimbo.

“Tenemos harta confianza en que lo vamos a lograr”, manifiesta sobre la chance de identificar estos sitios de reproducción. Él confía en que los chips quedaron bien implantados; sus baterías tienen para un año completo de transmisión.

—Con suerte, será precioso si podemos, incluso, registrar cuando vuelvan al archipiélago —espera—. Las podríamos ir a recibir. Sería espectacular.

¿Enigma resuelto?

Meses después, a inicios de agosto, Carlos cuenta al diario pop que “ninguna de las ballenas que marcamos mostró signos de migrar a aguas tropicales”, contrario a lo que dice la teoría en cuanto a las migraciones de ellas.

De hecho, el último individuo que “transmitió” hasta hace unas semanas atrás, “estuvo todo el tiempo en aguas chilenas relativamente costeras, moviéndose más o menos entre Caldera y Concepción”, relata el investigador.

El gran cetáceo expulsa agua como si fuese un arcoíris. FOTO: Carlos Olavarría
El gran cetáceo expulsa agua como si fuese un arcoíris. FOTO: Carlos Olavarría

Aquel movimiento “muestra que algunas de estas ballenas se quedan en la costa y utilizan la corriente de Humboldt para la alimentación, y durante el periodo que uno asume como de reproducción”, comenta. Se trata de idas y vueltas frente a la costa chilena durante toda la temporada; por lo tanto —sugiere él—, estos cetáceos podrían incluso tener crías en mares chilenos. “Pero eso aún no lo abordamos”, advierte.

Así, todas las ballenas marcadas han cerrado sus transmisiones y, admite Carlos, persevera el misterio de dónde nacen las generaciones que han venido, y que vendrán.

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