La ambiciosa película de Brady Corbet, protagonizada por Adrien Brody y Guy Pearce, es un relato sobre arte, inmigración y obsesión creativa. Con un estilo contemplativo y un impecable despliegue visual, su grandeza podría no ser reconocida de inmediato, pero el tiempo la revelará como una obra maestra.
Sin duda, el factor que resalta a primera impresión en El Brutalista es su carácter épico: una película de tres horas y media con un intermedio de 15 minutos, algo tan inusual como llamativo en estos tiempos de consumo masivo y entretenimiento de fácil digestión, a menudo acompañado de una segunda pantalla al lado.
Dirigida por Brady Corbet y protagonizada por un sólido Adrien Brody, otro aspecto que salta a la luz rápidamente es su impecable despliegue técnico, el cual se desarrolla de gran forma pese a no contar con el presupuesto de las grandes producciones. Desde el inicio, con la llegada de un inmigrante húngaro a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, la película utiliza planos cerrados que delimitan los espacios escenográficos y, al mismo tiempo, presenta una imagen de la Estatua de la Libertad casi invertida, insinuando que el sueño americano podría ser solo una quimera.
Pero en este marco, y aun considerando que la capacidad de emocionar de la película está supeditada a un relato que refleja cómo un plano de arquitectura es el mapa de una visión trazada en líneas y medidas, El Brutalista también es una gran obra sobre las imperfecciones del ser humano y la dificultad de sobreponerse a los designios de un mundo hostil para los pobres y los foráneos.
Pese a haber sido un renombrado arquitecto en su tierra natal, y haber estudiado en la mítica Escuela de la Bauhaus, László Tóth (Brody) es justamente todo lo anterior en esta nueva tierra. De ahí que en su condición de inmigrante en el Nuevo Mundo, debe conformarse con trabajos de poca monta mientras enfrenta la corrupción de un entorno gris y sus propios demonios internos que comienzan a aflorar.
En esa línea, aunque al principio mantiene un lazo con un pariente, este se rompe rápidamente cuando un encargo para diseñar una biblioteca termina en malos términos y arruina esa relación por una falsa acusación. Todo es una sombra de que quizás László lo podría haber tenido todo si su país no hubiese sido arrasado por la gran guerra y su gente, los judíos, no hubiesen sido acopiados en campos de concentración.
Pero con el paso de los años, teniendo todo en contra, Tóth enfrenta múltiples problemas: vive lejos de su esposa y sobrina, quienes no lograron salir de Hungría, e inclusive cae en la drogadicción. Sin embargo, su arte comienza a abrirle algunas puertas. Su arquitectura, enmarcada en el movimiento brutalista, es admirada a lo largo de la historia, lo que le brinda, poco a poco, oportunidades para surgir y alcanzar ese esquivo sueño americano. Pero nada es fácil en su vida.

Frente al arquitecto se encuentra Guy Pearce, quien brilla como el excéntrico industrialista Harrison Lee Van Buren, un magnate que encarna el concepto de brutalista en su cualidad más ruda y que, casi por azar, contrata a Tóth para construir un ambicioso proyecto: un gran centro comunitario erigido sobre una cumbre, en homenaje a su madre recientemente fallecida y, a la vez, como un monumento para perpetuar su apellido. Una estructura gigantesca y parca, pero con detalles de gran belleza que insinúan la sensibilidad artística detrás de su construcción.
Todo lo anterior es el foco de la primera parte de la película, titulada El enigma de la llegada, la cual, tras el intermedio, da paso a la aparición de Felicity Jones en la segunda parte, El núcleo duro de la belleza. La actriz ofrece una interpretación poderosa como la esposa de László, que permite no solo expandir su relación, sino que también presentar cómo todos están en riesgo de una vulneración. Aunque viven cerca de ricos, son vistos como serviles que no forman parte de la verdadera raza humana.
Sin entrar en muchos detalles y a pesar de que el personaje de Jones queda relegado al sufrimiento por su esposo, la película construye un gran misterio en torno a la creación del centro comunitario, desnuda la verdadera naturaleza de Harrison y revela la obstinación del arquitecto por concretar su visión a toda costa. Todo esto culmina en el epílogo, La primera bienal de arquitectura, donde finalmente se develan las respuestas que la película se reserva durante gran parte de su metraje. Y ahí todo hace un gran click, en un escenario en donde todo se esconde a plena vista.
Aunque El Brutalista está nominada a múltiples premios Oscar, no puedo sino mencionar que constantemente me recordó a La Delgada Línea Roja, aquél clásico bélico de Terrence Malick. Lo anterior se debe obviamente a su ambición artística y su estilo contemplativo, explorando la psicología de sus personajes y los dilemas filosóficos detrás de sus decisiones, pero también en su decisión de centrarse en figuras atrapadas en circunstancias que los superan. Tóth enfrenta la hostilidad del sistema, el cual atenta contra la posibilidad de explayar su visión arquitectónica, y los soldados se debaten entre la brutalidad de la guerra y sus propios ideales.
Al mismo tiempo, pese a estar nominada a múltiples premios, y sea favorita en un par, existe una pequeña posibilidad de que El Brutalista se vaya con las manos vacías. Algo que le pasó a la obra de Malick que se benefició con el paso del tiempo que otorgó la claridad y el reconocimiento que merecía. Pero más allá de eso, y el hecho de que quedarse sin estatuillas no importa mucho, lo importante es que las obras más trascendentales generalmente no encuentran su lugar en la inmediatez de la temporada de premios, sino en la memoria del cine. Y El Brutalista sin duda se ganará un lugar ahí.
El Brutalista ya se encuentra en cines.