La tierra del puma: en busca del rey de la Patagonia salvaje

Puma hembra. FOTO: Guido Macari
Puma hembra. FOTO: Guido Macari

En el Parque Torres del Paine, en Magallanes, viven más de 50 de estos felinos. Durante tres días, un periodista del diario pop los siguió junto a un guía especializado en el gran depredador del Fin del Mundo, para presenciar escenas de su vida: desde sus relajantes horas de siesta, pasando por sus cacerías de guanaco, hasta el tierno cuidado de sus cachorros. Aquí, la historia sobre una especie que ha estado amenazada en la región por el aumento de la actividad humana.

Las calles, desiertas. Aún no asoma el amanecer, son las 5:30 horas en Puerto Natales, Región de Magallanes. En la carretera, salvo los focos del auto, todo es oscuridad.

En medio de la fría madrugada, el trayecto es de 76 kilómetros hasta Torres del Paine. Conduce Miguel Fuentealba (42), tracker y cofundador de ISO100 (@puma_chile), que me guiará a ver pumas (Puma concolor) dentro de los 1814 km² que abarca este parque nacional.

Se trata del felino más grande de toda la Patagonia y el segundo de mayor envergadura en América tras el jaguar. Ambos son versátiles y habitan buena parte del continente, pero solo uno de ellos prospera en esta recóndita franja de los Andes.

En la Patagonia, los pumas pueden llegar a pesar 100 kilos, siendo los de mayores dimensiones en toda Sudamérica.

Desde la distancia puma mira con atención a la cámara. FOTO: Miguel Fuentealba.
Desde la distancia puma mira con atención a la cámara. FOTO: Miguel Fuentealba.

Primer Día: Los ojos bien abiertos

Si bien Torres del Paine se ha convertido en un punto clave para ver la fauna magallánica, a los pocos minutos de iniciado el viaje, con el camino vacío y envuelto en lo oscuro, Miguel ya maneja con sumo cuidado. Las liebres (Lepus europaeus), pertenecientes a una especie invasora, se encandilan con los focos y se quedan inmóviles ante el vehículo. Cuesta esquivarlas.

De pronto, un zorro chilla (Lycalopex griseus) —más pequeño que el culpeo— atraviesa el asfalto con apuro. Más adelante, lo mismo hace un chingue (Conepatus chinga), un tipo de mofeta suramericana, que está comiendo los restos de alguna criatura recién atropellada: la desgracia de unos, el festín de otros.

Sin embargo, aún a varios kilómetros del destino, dos siluetas se nos atraviesan.

—¿Perros? —se pregunta Miguel, quien se devuelve porque también tiene otra sospecha.

Al fondo, se ve una puma hembra que, tranquila, sin apuro, cruza el asfalto y avanza hacia los árboles para desaparecer entre el follaje.

Más cerca de nosotros, su retoño atraviesa también. Pero luce nervioso, tenso, mira en distintas direcciones y sus ojos, como ocurre con los animales con buena visión nocturna, brillan al reflejar los focos del auto. “Hay que esperar”, sugiere el tracker. Pasa un momento y un segundo cachorro aparece, que rápidamente se reencuentra con su hermano, para luego hacer un breve jugueteo de festejo. Cruzan un cerco y se pierden entre los arbustos.

Es un encuentro inesperado, incluso para Miguel, que lleva doce años recorriendo esta camino. Luce tan sorprendido como yo.

Retomamos el camino y, con el paso de los kilómetros y con menos animales en la vía, Miguel habla: cuando se trata de avistar pumas, evita incomodarlos, simplemente los sigue desde una distancia que no los perturbe, que la vida continúe su curso. Sabe que estos felinos son parte de un ecosistema, que hay que leer las pistas que da el entorno, tener paciencia, dejar que la naturaleza abra una ventana. Algo así como pedir permiso.

Puma medio oculto tras un espinoso matorral. FOTO: Miguel Fuentealba
Puma medio oculto tras un espinoso matorral. FOTO: Miguel Fuentealba

También comenta que, hasta hace algunos años, los ganaderos cazaban a estos animales con insistencia porque les mataban sus ovejas; incluso entrenaban perros para liquidarlos.

Así que al puma casi no se lo veía por estas llanuras:

—Se lo conocía como “El fantasma de la Patagonia” —cuenta el tracker.

Amanecer en el Parque Torres del Paine, cuando es más probable ver pumas. FOTO: Guido Macari
Amanecer en el Parque Torres del Paine, cuando es más probable ver pumas. FOTO: Guido Macari

Hoy, 16 de marzo, eso pareciera estar quedando atrás —al menos en parte—, luego de que muchos encontraron la forma de rentabilizar el “problema pumas-ganaderos”: los turistas quieren ver pumas y están dispuestos a pagar por ello. Aunque, claro, Miguel no cree que haya que cuidar a estos felinos solo porque ahora generan plata.

Y la conversación transcurre hacia el parque, mientras el sol todavía no aparece.

***

Hay que tener ojo con los guanacos (Lama guanicoe), explica el guía, porque dónde hay guanacos puede andar un puma rondando.

Estos herbívoros son su comida predilecta. Aquí la carrera de cazador-presa no da tregua. Los guanacos tienen sus estrategias para prevenir. Cuando amanece, las manadas bajan de la seguridad de las colinas para comer los pastos más nutritivos de la estepa. Desde la altura, a unos metros del grupo, vigila un centinela atento a cualquier posible emboscada, listo para dar la alarma a sus compañeros, que tampoco se descuidan; bajan sus largos cuellos para comer, luego lo levantan y, con sus ojos a los costados, miran de izquierda a derecha, que no haya nada sospechoso.

Y viven así prácticamente todo el día.

Abajo a la izquierda, guanacos pastan durante las primeras horas en la mañana en Torres del Paine. FOTO: Guido Macari.
Abajo a la izquierda, guanacos pastan durante las primeras horas en la mañana en Torres del Paine. FOTO: Guido Macari.

Hoy, parece no haber peligro en este costado del parque. Solo se ve un vari (Circus cinereus), un aguilucho sudamericano, comiendo los restos de un ave menor en el lecho de una laguna seca.

Sin embargo, la calma siempre es aparente. Con ayuda de binoculares, tras subir y bajar colinas, escucho a Miguel:

—¡Mira!

Apunta con el dedo y, en la altura, refugiada al borde una cueva en unos roquedales, una puma, conocida como “Hermanita” o “La Sarmiento”, aún no se anima a levantarse. Adormilada, se estira, da unas vueltas y rasca su espalda contra el tierroso suelo.

Pasan unos veinte minutos antes que se anime a levantarse, caminar un poco, olfatear, marcar su territorio con las patas traseras y desaparecer detrás del cerro. Todo ocurre con calma, como si se supiera reina y que la vida a su alrededor transcurre a su ritmo...

Es alucinante esa primera imagen: un animal que, si lo pillas de muy malas pulgas o con mucha hambre, podría hacer lo que quisiera conmigo. Pero es mucho más que eso. Es, sobre todo, el tener en frente a una criatura de su tamaño, un depredador tope, que es un mamífero como nosotros y un felino como nuestras mascotas, en una tierra tan hostil, haciendo literalmente su vida, solo, perseverando.

Ser testigo de eso, y que las palabras estén de más...

Arriba, tres cóndores (Vultur gryphus) vuelan circularmente en las alturas, recordando que aquí la muerte siempre es una chance.

***

A pocos metros del ventoso lago Sarmiento, y a tan solo un par de metros del camino asfaltado, sobre unos opacos matorrales, otra joven puma reposa mientras avanza el mediodía.

Tras detener el auto y caminar un poco para acercarse al relajado felino, este abre los ojos y levanta su cabeza, atento a los extraños. Al tomar distancia vuelve a su descanso: se echa entre las plantas que lo protegen de los fuertes vientos, estira sus patas, saca a relucir sus garras y deja su blanca guata al sol para juntar un poquito de calor.

En el centro, se lo puede ver camuflado sin el menor esfuerzo. FOTO: Guido Macari
En el centro, se lo puede ver camuflado sin el menor esfuerzo. FOTO: Guido Macari

Por momentos derechamente parece desfallecido. Ni se inmuta con los pajaritos que pasan a su alrededor.

De pronto, una enorme máquina de 18 toneladas pasa a su lado y remece el suelo. El felino se despierta y, confundido, se levanta, mueve sus orejas como antenas independientes, tratando de descifrar si se trata de una amenaza. Pero no. Se va el remezón, solo quedan las insistentes ráfagas de las que se oculta. Bosteza, se chupa los bigotes y bosteza.

Tras el sacudón, da unos pasos hacia la cima de una pequeña colina, intenta acomodarse, pero ahí arriba el viento pega más fuerte. Se queda sentado, inconforme con su decisión. Incluso pareciera mirarnos, con sus ojos entrecerrados, como culpándonos de que se interrumpiera su siesta.

Puma quiere acostarse pero el viento le molesta. FOTO: Miguel Fuentealba.
Puma quiere acostarse pero el viento le molesta. FOTO: Miguel Fuentealba.

Luego, tras evaluar, pensativo, decide volver a su lecho anterior. Deja ver todo su cuerpo, un pelaje sano y un cuerpo relleno; seguro ha comido bien durante los últimos días.

Y así puede pasar toda la tarde dormitando, dice Miguel, subiendo la cabeza cada tanto por si algo perturba su dominios, mientras las horas transcurren con el sol en el cielo.

En un momento, tras tres horas, decide levantarse. Cruza el camino en que, por suerte, no aparece ningún vehículo inesperado. Pasa justo detrás de un letrero que advierte no superar los 30 kms/hr. Como es costumbre en el máximo depredador de la Patagonia, sus pasos son firmes y relajados. Soberbia, avanza por entre los duros y espinosos matorrales de estepa, curtidos por los gélidos vientos.

Puma cruza la calle con toda tranquilidad. FOTO: Miguel Fuentealba.
Puma cruza la calle con toda tranquilidad. FOTO: Miguel Fuentealba.

A los pocos minutos ella desaparece detrás de una colina y, cuando llegan unos autos con turistas para verla, ya es tarde.

***

Hemos tenido suerte, dice Miguel. Cinco pumas en un día. Nada mal.

Ya son cerca de las cuatro de la tarde, y la búsqueda continúa. La vida de estos felinos es compleja: cazan, interactúan, cuidan a sus crías, juegan, pelean... y así hasta el resto de sus días.

Hembra reposa durante la tarde. FOTO: Guido Macari
Hembra reposa durante la tarde. FOTO: Guido Macari

Si bien CONAF calculó que hay unos 50 de estos animales en el parque, los guías estiman que podrían ser más de cien. “Puede que Torres del Paine concentre la mayor densidad de pumas conocida por la ciencia a nivel mundial”, ha dicho el biólogo Mark Elbroch, director de Puma Program en la organización Panthera.

Aunque siempre se los ha catalogado como una especie solitaria como ocurre con la mayoría de los felinos —salvo los leones—, en el último tiempo se les han visto comportamientos propios de animales sociales, como “compartir” una presa o carneo.

Restos de guanaco posiblemente cazado por un puma. FOTO: Guido Macari
Restos de guanaco posiblemente cazado por un puma. FOTO: Guido Macari

Miguel busca pistas. Cada tanto detiene el auto. Si hay barro se pueden encontrar huellas frescas. Un puma podría andar rodando. Pero, claro, saben camuflarse, ese es su negocio. El éxito de su caza —3 de cada 10 intentos— depende de no ser vistos: requieren acercarse lo más posible a su presa para lanzarse encima.

También en sus heces podría haber una señal. Su caca se torna blanca con los días, a causa del calcio que contiene su alimento; se pueden ver restos de hueso y pelo.

Por toda la estepa, se ven restos de guanaco. A veces uno que otro hueso como vértebras o fémures, pero también esqueletos completos con piel incluida, que pasan meses ahí conservados por el frío. En un momento, incluso, nos encontramos con lo que quedó de uno de estos camélidos que intentó saltar la cerca que un ganadero hizo más alta para evitar que crucen los animales, quedándose atrapado y cayendo de cabeza contra el suelo...

Una muerte terrible que se convierte en aliada de los propios pumas y otros come-carne de menor tamaño, ya sean zorros o aves carroñeras como los caranchos (Caracara cheriway), al suministrarles alimento fácil.

Guanaco saltó sin éxito una cerca para luego ser comido por animales oportunistas. FOTO: Guido Macari
Guanaco saltó sin éxito una cerca para luego ser comido por animales oportunistas. FOTO: Guido Macari

Pasan las horas y los guanacos empiezan a caminar hacia la seguridad de las colinas.

Aún así, la noche nada garantiza.

Segundo Día: La cazadora

Solo hay algunas nubes perdidas en el cielo. El amanecer vuelve anaranjado el horizonte. En ese momento, al borde de un zigzagueante camino en las alturas del parque, una joven puma espera, paciente, agazapada detrás de unos matorrales.

A unos 100 metros, un grupo de guanacos mira atento en esa dirección. Al parecer el viento le juega en contra a la inexperta felina, porque los herbívoros sienten su olor, aunque no logran verla.

Están en alerta. Ella, en tanto, evita cualquier movimiento.

Puma acecha en una ladera a un grupo de guanacos. FOTO: Guido Macari.
Puma acecha en una ladera a un grupo de guanacos. FOTO: Guido Macari.

Pasa una media hora y todo sigue igual, inmóvil, con el centinela guanaco resguardando que sus compañeros coman con cierta calma. Mientras, la puma, que podría alcanzar entre 50 y 60 kms/hr en carrera, calcula sus opciones, tantea distancias: cómo tirárseles encima por la espalda y morder en el cuello.

De repente, agachada, arquea sus patas traseras lista para lanzarse al ataque. Se arrepienta, y espera. Los guanacos la sienten.

De pronto, el centinela relincha y ya está: es la alarma. La depredadora aborta la misión y, resignada, da media vuelta y se larga a trote por la ladera. Seguirá con hambre.

Puma cruza el camino en busca de comida. FOTO: Miguel Fuentealba.
Puma cruza el camino en busca de comida. FOTO: Miguel Fuentealba.

Su búsqueda continúa. El viento, gélido, arrecia. Cruza un camino de ripio y, bajo un arbusto, fija su atención en algo. Luego un fuerte olor invade el aire, denso, amargo. Ella cierra los ojos de golpe, se retuerce, intenta quitarse el olor a chingue de encima que, con hidalguía, usó sus fétidas glándulas para evitar convertirse en bocado. La cazadora se revuelca en el pastizal y hace algunas acrobacias, cual gato, hasta quitarse la irritación de encima.

Puma mira a su alrededor antes de dirigirse al chingue. FOTO: Miguel Fuentealba
Puma mira a su alrededor antes de dirigirse al chingue. FOTO: Miguel Fuentealba

Esta pequeña especie de mofeta parece presa fácil, caminando como si tuviera una pata más corta que las demás, negra, con líneas blancas en los costados que al avanzar flamean como una bandera que dice peligro.

Ya más aliviada, la cazadora retoma su camino hacia otra colina, donde ojalá pille comida.

***

La luz de la mañana se arrastra por la pampa

Un solitario ñandú (Rhea pennata) picotea lo que pilla en el suelo: ramitas, semillas, algún bicho, todo sirve.

Ñandú recorre la llanura picoteando su comida. FOTO: Miguel Fuentealba
Ñandú recorre la llanura picoteando su comida. FOTO: Miguel Fuentealba

Otros guanacos, solitarios o en grupo, se alimentan con relativa paz. Una hembra, sola, come algunos verdes brotes. Adelante, en una de sus patas delanteras, una negra cicatriz salta a la vista. En su pelaje, profundos rasguños relatan una lucha pasada. Marcas de garras clavadas… ¿o colmillos? A un costado de su boca, una protuberancia se levanta como una sutura improvisada.

Las cicatrices de un guanaco. FOTO: Miguel Fuentelba.
Las cicatrices de un guanaco. FOTO: Miguel Fuentelba.

Con el mínimo movimiento a su alrededor, se sobresalta, echa una breve carrera de huida. Es, seguro, una sobreviviente que quedó llena de fantasmas rondándole la memoria.

En la boca, la protuberante cicatriz del animal. FOTO: Miguel Fuentealba
En la boca, la protuberante cicatriz del animal. FOTO: Miguel Fuentealba

***

Durante la búsqueda, Miguel comenta que nunca ha perdido la “capacidad de asombro”, que siempre aparece un nuevo encuentro que lo impresiona y que, al mismo tiempo, le desata preguntas. Piensa que, cuando a los animales se les da su espacio, sin “perseguirlos” en busca de la foto perfecta, o sin que hagan “lo que yo quiero que hagan”, en ese momento ocurre lo inesperado.

Avanzamos, entre lagunas que se han secado más rápido de lo esperado porque ha llovido menos. Algunas parecen humedales, otras ni siquiera eso, solo un suelo ahuecado, vacío, sin espacio para que las aves u otros forasteros pasen a tomar agua, o derechamente hagan ahí sus vidas.

Guanacos se alimentan en la orilla de un río. Foto: Guido Macari
Guanacos se alimentan en la orilla de un río. Foto: Guido Macari

Más adelante, el tracker recuerda que en el invierno del 2021, con la pandemia y la nieve sobre la estepa, durante unos segundos se topó con seis pumas que caminaron juntos cual manada de leonas en la sabana africana.

Al recordar ese momento tan social entre felinos con fama de solitarios, dice:

—Pienso que estamos viendo cosas que no habíamos visto.

***

En la tarde, salimos del parque y nos dirigimos hacia la estancia Cerro Guido, a unos 26 kilómetros, cerca de la frontera con Argentina.

Ahí las colinas se convierten en una gran pampa donde los pastizales lucen más verdes. El número de herbívoros es alto. Las manadas de guanacos se ven por decenas y los ñandúes están en grupos más grandes. Enormes bandadas de caiquenes (Chloephaga picta), los gansos silvestre de Magallanes, se alimentan en torno a bajas lagunas.

A los caiquenes se los puede ver en bandadas de cientos por la llanura patagónica. FOTO: Miguel Fuentealba
A los caiquenes se los puede ver en bandadas de cientos por la llanura patagónica. FOTO: Miguel Fuentealba

Esta no es una zona fácil para el puma debido al color verdoso que le complica el camuflaje y a la planicie que le dificulta esconderse.

Por estos dominios es posible encontrar a uno de sus residentes más peculiares. El armadillo (Zaedyus pichiy), especie que pertenece al superorden de los desdentados, tales como los osos hormigueros y perezosos; todos ellos exponentes surgidos en Sudamérica.

Tras unos veinte minutos de trayecto, a un costado del camino, se ve a este pequeño acorazado cafesoso. Las duras capas óseas que cubren su lomo lucen largos pelillos salpicados. No se percata de nuestra presencia, no tiene buena vista. Con sus manitas, aceleradas, escarba en busca de raíces y bichitos. De pronto, se detiene, nos siente y, tras un instante de pausa, se echa a correr a toda prisa con sus patitas que acarrean ágilmente su rígido cuerpo.

Hay que estar atento para observar a este escurridizo residente magallánico. FOTO: Guido Macari
Hay que estar atento para observar a este escurridizo residente magallánico. FOTO: Guido Macari

Luego, ya de regreso, aunque no hemos vislumbrado algún puma, de pronto, entre medio de unos verdes pastos, se ve el lomo de un pequeño zorro chilla, completamente centrado en comer algo que está oculto en la maleza. Cada tanto levanta la cabeza y se asegura de que no haya amenazas merodeando.

Acá, animales como los armadillos y los zorros suelen aprovechar los restos que dejan los pumas al cazar, colándose en una mesa donde difícilmente son bienvenidos por el anfitrión.

***

Otra vez en el parque, el objetivo es encontrar otro puma antes de que anochezca, quizá un macho robusto cargado de cicatrices por peleas del pasado.

Pero, durante más de dos horas, no hay resultados. Solo aparece uno que otro guanaco solitario. Aunque, en dos ocasiones, vemos unos montones de plumas desparramadas sobre los pastizales cerca de unas lagunillas. Aparentemente son restos de caiquén comidos por un puma, dice Miguel, en vista de que ni siquiera hay restos de hueso.

Quizá no sean tan recientes, pero despiertan esperanza de que ande algún felino cerca, a pesar de que, en uno solo día, pueden desplazarse fácilmente diez kilómetros.

Subiendo y bajando colinas, el trayecto continúa, sin suerte.

El guanaco pasa buena parte del día en estado de alerta. FOTO: Guido Macari
El guanaco pasa buena parte del día en estado de alerta. FOTO: Guido Macari

La estepa luce vacía. Siguen saltando a la vista los restos óseos de guanacos que incluyen costillas, cráneos, dientes e incluso pezuñas con pelo.

Al parecer, según otros trackers, hoy han sido escasos los felinos. Miguel supone que podría deberse a que los guanacos están migrando a tierras más bajas, fuera del parque, donde hay más agua en verano y los pastos aún no se secan; los pumas podrían andar detrás de ellos. Pero también se rumorea que un macho dominante ha entrado en la zona, lo que obliga a las madres a alejarse con sus crías, porque este individuo sería un peligro letal para los retoños, en vista de que posiblemente los mataría para que ellas entren de nuevo en celo.

Ya con el cielo gris, casi oscuro, repentinamente una puma salta una barrera de contención, aterriza en el camino de ripio y cruza frente a nosotros. Empieza a subir una colina, aunque antes se toma un momento para observarnos. Es la misma que vimos el día anterior bajo una alta cueva de piedra, comenta el guía de ISO100.

Una puma se abre paso entre los matorrales. FOTO: Miguel Fuentealba
Una puma se abre paso entre los matorrales. FOTO: Miguel Fuentealba

Luego, la hembra retoma su camino, zigzagueando, le hace el quite a los compactos matorrales de hojas duras y espinas con forma de cojín, las “mata barrosas”. Parece apurada, algo tiene en mente.

Ha de tener hambre. Será una noche ocupada.

Tercer Día: El hechizo de los cachorros

—Hay olor a animal muerto —dice Miguel apenas partimos la búsqueda al amanecer, antes de subir hacia un bosque de lengas, ñirres y coihues.

Yo no siento nada en realidad, aunque nunca he tenido buen olfato.

Él ha visto pumas en está área aunque, más menudos y fibrosos. En este sector más tupido no hay guanacos, por lo que los depredadores no requieren la misma musculatura; animalillos como las liebres son sus presas.

Al mirar entre unos matorrales, está el cuerpo yerto, sin vida, de un zorro culpeo (Lycalopex culpaeus). No parece tener heridas, al menos en el costado que se alcanza a ver, pero sus colmillos lucen expuestos, como si hubiera muerto furioso. Miguel piensa que lo mató un puma; ambas especies compiten por este sector de cacería.

Damos vueltas por un sendero cada vez más invadido por ramas y hojas. Cuesta avanzar, podríamos tener un puma al lado y no lo veríamos. Aun así, hay algunas huellas y una caca más o menos fresca, con restos de hueso y pelo de conejo.

Pero nada más.

Heces de puma en el bosque, la cual se vuelve blanca con los días. FOTO: Guido Macari
Heces de puma en el bosque, la cual se vuelve blanca con los días. FOTO: Guido Macari

***

Dónde está la entrada del parque, unos trabajadores arreglan el camino de ripio, así que solo se puede avanzar en un sentido a la vez. Al preguntarle a uno de ellos si es posible seguir, este responde que sí, mientras habla con un colega por radio, que se encuentra unos metros más arriba:

—Sácale una foto —le dice.

Me va a comer, me voy a esconder en el baño —le responde el otro asustado, que está más alto, del otro lado de los arreglos viales, cerca de un baño químico.

Puma se pierde tras el cerro durante las primeras horas de la mañana. FOTO: Guido Macari
Puma se pierde tras el cerro durante las primeras horas de la mañana. FOTO: Guido Macari

Avanzamos con cuidado hacia allá y, de pronto, se ve un puma subiendo una colina tras haber dejado atrás el camino. Dos guanacos relinchan alarmados ante su presencia, pero el depredador solo avanza, no tiene sentido perseguirlos si ya lo ojearon.

El hombre que se encontraba arriba, mostrándose valiente, comenta sobre el depredador: “No, si son mansitos”. Aunque por radio no se le oía tan heroico.

El animal desaparece detrás del cerro, y retomamos el rumbo. Dicen que más adelante hay una hembra con dos retoños durmiendo una siesta matutina... ¿Será cierto?

A pesar de su gran tamaño, es difícil ver un puma aun teniéndolo en frente. FOTO: Guido Macari
A pesar de su gran tamaño, es difícil ver un puma aun teniéndolo en frente. FOTO: Guido Macari

En el trayecto, el tracker recuerda que empezó con ISO100 hace ya cinco años. A pesar de que le gustaba mucho buscar pumas, “pensaba que me iba a aburrir, pero es tan divertido como el primer día”, asegura. “Te mantiene vivo. Es interesante ir al ritmo de los animales, captar su energía”.

***

Sí, están ahí, a unos cien metros del camino. Recién la madre asomó la cabeza tras casi una hora de espera.

Se la ve clarito con los binoculares, adormilada, con los ojos achinados. Los fríos vientos golpean con fuerza y sacuden los pastizales. Es mejor estar refugiado. Con los días, las ráfagas secan y trizan los labios. Pero vale la pena esperar.

Mamá puma junto a uno de sus retoños después de la siesta matutina. FOTO: Guido Macari
Mamá puma junto a uno de sus retoños después de la siesta matutina. FOTO: Guido Macari

Ella mueve su cola, se estira e incluso se pone de espaldas al suelo, como si de pronto algo la fulminara. Deja que el sol le dé en su blanca barriga, y luego se pone de costado para que las crías tomen leche. Los retoños tienen menos de dos meses y, hasta hace poco eran tres, pero uno ya no está, como suele ocurrir en las camadas.

Los pequeños aún tienen sus manchas cafés de recién nacidos, útiles para agacharse y desaparecer en caso de amenaza. Las tendrán más o menos hasta los cuatro meses de vida, cuando ya puedan desplazarse más rápido.

Tras amamantarse, empieza el jugueteo. Uno de ellos intenta atrapar la cola de mamá, mientras que el otro se esfuerza en abrirse paso entre las patas delanteras de ella para llegar a su hocico que en otro momento sería un arma letal.

Los pequeños pumas observan desde la distancia a los extraños. FOTO: Guido Macari
Los pequeños pumas observan desde la distancia a los extraños. FOTO: Guido Macari

Luego, uno de ellos se anima para ir hasta el medio de una lagunilla vacía. Camina y se sienta en medio. Llama su atención que, desde el camino, al menos una decena de turistas lo observa con prismáticos y cámaras ancladas a lentes que las hacen parecen bazucas. Ahí permanece él, como intentando entender.

Pero los cachorros no solo son curiosos, también quieren divertirse. Se pelean y acechan entre sí, se agazapan y avanzan con sigilo hasta acercarse lo suficiente, para luego lanzarse y darse mordiscos en el cuello.

Hermanos pumitas se acechan entre sí. FOTO: Guido Macari
Hermanos pumitas se acechan entre sí. FOTO: Guido Macari

Con solo unas semanas de vida, ya dejan ver su futuro como cazador, su instinto.

Su madre cada tanto lanza breves y agudos maullidos como si les dijera “no se alejen mucho” o simplemente “aquí estoy”. Los pumas emiten una gran variedad de vocalizaciones —entre ellas ronronear como los gatos—, pero no pueden rugir a diferencia de sus parientes de la subfamilia pantherinae, como leones, jaguares y tigres.

Los pequeños regresan con mamá e intentan jugar con ella, quien también debe preocuparse de otros asuntos. Y uno como observador se pregunta si tiene sed, si quiere ir de caza para sus cachorros, si teme dejarlos solos, si extraña al otro pequeño que ya no está, si lograra que esos dos, algún día, lleguen a valerse por sí mismos…

Desaparecen entre los matorrales. El viento sacude los pastizales, y suena con fuerza, desatado.

Puma cachorro se abalanza a los pastizales. FOTO: Miguel Fuentealba
Puma cachorro se abalanza a los pastizales. FOTO: Miguel Fuentealba

***

Pasan las horas, recorremos, despacio, unos 15 kilómetros del parque, sin ver nada. Cada tanto, aparece algún guanaco solitario, estoico ante el frío viento, con su tupido pelaje que flamea en la intemperie.

En la búsqueda también está la belleza: en observar, en la paciencia, en detenerse y luego dejar atrás, avanzar.

Aprender a leer el paisaje, esas texturas, entremezcladas, amarillas, cafés y verdes. Encontrar, con un poquito de suerte, una figura “sospechosa”.

Captura del primer día, en que se debe afinar el ojo para encontrar al puma. FOTO: Guido Macari
Captura del primer día, en que se debe afinar el ojo para encontrar al puma. FOTO: Guido Macari

***

Como para probar suerte, ya cerca del atardecer, cuando los pumas empiezan a salir del letargo, regresamos donde la madre y sus dos crías, a ver si siguen ahí.

Al parecer ya no están.

Sin embargo, de pronto aparece uno de los pequeños y, en una colina, se sube a la piedra más grande que encuentra. Y ahí se queda, vigilante, en su trono de fantasía, mirando a esos dos extraños que lo espiamos a lo lejos.

Ambos cachorros de puma subidos en una misma piedra. FOTO: Miguel Fuentealba
Ambos cachorros de puma subidos en una misma piedra. FOTO: Miguel Fuentealba

Por un momento, su expresión es casi como la de su madre: imponente, penetradora.

Pero hoy ese es solo un personaje apenas imaginable, una proyección, parte de un juego que después continúa con su hermano, dándose rasguños y mordiscos.

Para los cachorros todo es nuevo, por lo que son muy curiosos. FOTO: Miguel Fuentealba
Para los cachorros todo es nuevo, por lo que son muy curiosos. FOTO: Miguel Fuentealba

Es tarea de mamá ser intimidante, merodear a solo unos metros de sus hijos, dejando claro que ella está ahí, y que está atenta para defenderlos si es necesario. Al menos eso se lee en su mirada cuando sus pupilas te ven y se concentran en dos diminutos puntos negros.

Madre puma en estado de vigilancia. FOTO: Guido Macari
Madre puma en estado de vigilancia. FOTO: Guido Macari

Los nenes corretean mientras la puma, sentada, patrulla el entorno. Uno de los cachorros pasa justo delante suyo y ella aprovecha de darle una suave lamida en la nuca. Ante la escena, recuerdo una frase de la zoóloga chilena Isabel Behncke: “No hay mamífero que no sea mamón”.

Luego se recuesta y observa. Todo parece bajo control.

La madre tiene paciencia con los juegos de sus cachorros. FOTO: Guido Macari
La madre tiene paciencia con los juegos de sus cachorros. FOTO: Guido Macari

***

Ya sobre el final, al frente del camino de regreso, en una ladera descansa otra puma solitaria, que desde muy cerca es observada por turistas en una van.

Miguel la reconoce de inmediato. Es nuevamente la que han bautizado como “Hermanita”, pero a él le carga ese nombre —prefiere decirle “La Sarmiento” en honor al lago de la zona—, porque es mucho más que “la hermana de...”.

Pero, de todos modos, es la hermana de “Mocha”, puma que se volvió famosa en el parque por no tener cola desde cachorra —apenas un chongo como de conejo— al punto de que fue grabada para un documental del director Christian Muñoz-Donoso, que fue exhibido en plataformas como Discovery Channel y Animal Planet.

La famosa puma "Mocha" con su chongo de cola. FOTO: Facebook de Mocha
La famosa puma "Mocha" con su chongo de cola. FOTO: Facebook de Mocha

Hoy, “Mocha” no se encuentra en el parque y se piensa que habría sufrido un final fatal a manos de un gaucho.

Sin embargo, su hermana sigue en Torres del Paine y, tras haber sido grabada durante largas jornadas desde pequeña con su hermana de la misma camada, es la puma que mejor tolera a las personas en el parque. Aunque eso siempre es un arma de doble filo: no todos los humanos quieren a estos felinos con vida.

Es más, eso habría sido lo que terminó por pasarle la cuenta a “Mocha” cuando emigró a tierras argentinas, confiando a ciegas en alguien de la pampa, quien, con un arma en mano, la habría encontrado “tonta” por acercársele demasiado. Esa habría sido su condena, su docilidad.

Esa es la historia que se cuenta en la zona, como una suerte de fábula brutal.

"La Sarmiento" reposa en una ladera durante la tarde. FOTO: Guido Macari
"La Sarmiento" reposa en una ladera durante la tarde. FOTO: Guido Macari

Pero el destino de “La Sarmiento” —que sí tiene su cola y la arrastra, altiva, por el suelo de la estepa— ha sido otro. También es una felina “demasiado especial”, dice el tracker, porque “comparte su comida” con otros felinos, nunca ha tenido crías, pero “adopta temporalmente a los cachorros de otras hembras”.

Tras permanecer sentada a pocos metros nuestro, se levanta y, sin apuro, baja, cruza el camino como si fuera parte de su territorio —y lo es, en parte—, y se abre paso entre los matorrales, sin mirar atrás, hacia el atardecer, en busca de guanacos, o simplemente de cualquier lugar en que pueda estar sola.

Y se va, lejos, lejos de nosotros, donde su silueta se funde con esa tierra que es suya.

Puma avanza. FOTO: Miguel Fuentealba
Puma avanza. FOTO: Miguel Fuentealba

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